La lluvia de la madrugada enfrió los pies de Juan Bautista García, de 76 años de edad. Era 6 de septiembre y el frío aguacero sobre Ciudad de Guatemala le quitó el sueño en su primera noche en el destierro.
Un día antes, García fue liberado y desterrado de Nicaragua hacia Guatemala, como parte de un grupo de 135 personas que permanecían en prisión por el simple hecho de disentir con el autoritarismo del régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo.
Dice que es el segundo de más edad de este grupo de desterrados. Estuvo aproximadamente 17 meses en una cárcel de máxima seguridad, durmiendo en una pequeña litera y sin camisa para soportar el calor de Managua. “Nunca me quejé, nunca pedí medicamentos, porque no los necesité”, dice García, en las afueras de un hotel de Ciudad de Guatemala.
Estuvo todo el tiempo encarcelado con su hijo, Juan Isidro García. Con él aguantaba el calor y lo sucio de la celda, los zancudos, las cucarachas, la comida agusanada o echada a perder que le servían; la dureza de la litera, los dolores de espalda; y el tedio de hacer —o no hacer nada más que pasar las horas tras los barrotes— lo mismo todos los días: dormir mal, comer mal, o como dice García, “vivir un infierno”.
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La primera noche del Roble fuera de La Modelo
García tiene el rostro arrugado, le faltan un par de dientes frontales de abajo y el cabello corto ya lo tiene completamente blanco. Es, sin embargo, un señor que parece sólido y habla coherente. Dice que en el Sistema Penitenciario La Modelo, de Managua, los carceleros le preguntaban si quería un traslado al área de presos con problemas de enfermedades crónicas, pero él siempre se resistía. “Sólo una vez me dieron un par de pastillas porque no aguantaba el dolor en la espalda”, dice. Por esa tozudez o gallardía, como quiera verse, los guardas de La Modelo le apodaron el “Roble”.
La primera noche del Roble en el destierro prometía descanso. Sobre todo después de ver el cuarto de hotel donde iba a acostarse: una cama king size con cinco almohadas, forradas con cobertores y fundas de un blanco tan claro, como nunca había visto en su vida. En frente, una pantalla colgada de más de 40 pulgadas; y el baño con olor a fresa y varias toallas, también blancas, tan bien puestas en su sitio.
El Roble se acostó y el cansancio lo venció a los pocos minutos. Horas después la lluvia lo despertó por el malestar en los huesos de los pies. Por la mañana, en la radio se informó que el aguacero derribó árboles que impedían el tránsito de vehículos por la carretera y provocó algunos choques. A esa misma hora, el dolor en los pies del Roble era tan intenso, que sólo pudo levantarse de la cama con la ayuda de su hijo.
Una operación de 12 horas
A las ocho de la noche del 4 de septiembre todas las mujeres estaban acostadas en sus literas. Algunas hacían la última oración de la noche, como todas las noches, para pedir por su pronta liberación. El silencio, sin embargo, fue cortado por los gritos de la directora del Sistema Penitenciario con órdenes claras: ponerse el uniforme y empacar cepillos de dientes y jabones. “Nada más pueden llevar”, remarcó.
Todas fueron sacadas de las celdas para llevarlas a otra sala del mismo penal. Ahí se reconocieron y contabilizaron 27 de las 32 presas políticas que se encontraban hasta entonces en esa prisión. Horas después fueron trasladadas al Ministerio del Interior (Mint), según el relato de algunas presas, mientras otras dicen que no pudieron identificar el lugar por la confusión del momento. “Ahí sólo verificaron los nombres”, dice Nelly López, también desterrada después de pasar casi 17 meses en prisión.
Las subieron nuevamente al bus y un oficial —no se precisa si de Estados Unidos o de Guatemala— les explicó que habían llegado a un acuerdo con el régimen Ortega-Murillo para desterrarlas. Fueron consultadas una por una para saber si aceptaban, y la gran mayoría dijo que sí. La otra opción que les dieron fue regresar a la cárcel.
A las tres de la mañana llegaron al aeropuerto de Managua. Fue hasta ese momento que miraron a los presos políticos varones. El periplo de ellos empezó algunas horas antes que el de las mujeres, entre las cinco y las seis de la tarde de ese mismo día.
La orden de los guardias de la cárcel La Modelo fue que se bañaran de forma inmediata. Sólo les daban cinco minutos para que estuvieran listos. “Que nos dieran esa orden, a esa hora, era síntoma de libertad”, dice José Ángel Cerrato, de 38 años de edad, quien permanecía en la cárcel desde el 6 de abril de 2023, por difundir en su Facebook un video de una actividad religiosa en su pueblo, Nindirí.
Les entregaron ropa para que se cambiaran el traje azul. Los jefes del penal les repetían que no preguntaran nada, que sólo obedecieran. Se subieron a un bus grande, donde algunos, entre murmullos, decían: “Vamos libres, vamos libres”. En el mismo penitenciario los trasladaron a una oficina, donde los examinaron para corroborar, según el médico —si acaso— que hacía la valoración, que “todos estaban sanos”.
Todos los presos examinados los llevaron de nuevo al espacio de celdas de donde fueron sacados. Ahí miraron cómo llegaban presos que nunca habían visto porque estaban en otros departamentos del país: Matagalpa, León, entre otros. “Nos reunieron a todos y nos llevaron a la misma oficina donde nos habían examinado”, dice Cerrato. “Ahí llegó un diplomático de la Embajada de Estados Unidos, quien nos explicó sobre la negociación para el destierro”, agrega.
Verificaron el nombre de todos dentro del mismo penal. Los buses tenían cortinas en las ventanas para que los presos no pudieran ver hacia dónde los llevaban. Además, apagaron las luces dentro del bus. “Al salir del penal, sentí que salí del infierno”, dice Cerrato, quien supo de esto porque levantó las cortinas para poder reconocer que habían salido de la cárcel y ya estaban en la carretera rumbo al aeropuerto. Eran las tres de la madrugada del 5 de septiembre.
Al bajar de los buses, la Policía entregó a los presos políticos a los funcionarios norteamericanos y organizaciones que colaboraron. A partir de ese momento, los policías no se volvieron a acercar a ellos.
Antes de despegar, los excarcelados cantaron el himno nacional, se gritó “¡Viva Nicaragua libre!”, luego hubo silencio, confusión, el destierro.
Los trajes grises
Por las aceras de la zona hotelera de Ciudad de Guatemala caminan mujeres y hombres de trajes grises: una sudadera con el zipper abajo sobre una camisa blanca y un pantalón de algodón con una raya celeste en el centro, y unos chinelones, estilo Crocs en color negro.
Ellas, en su mayoría, lucen más delgadas y pálidas de como entraron a la cárcel. Ellos también; y casi todos están rasurados y afeitados, algunos lucen nerviosos, distantes y tensos. Caminan juntos y hablan entre ellos. En estas horas se encuentran rodeados de periodistas, activistas y funcionarios, de cualquier organización, que quieren hablar con ellos.
La confusión también flota en el ambiente. Algunos ni siquiera tienen claro cómo será su futuro inmediato: las organizaciones que los están apoyando les han dicho que sólo tienen 15 días de estadía en los diferentes hoteles donde permanecen, mientras Cancillería de Guatemala informó que tendrán 90 días para regular su situación migratoria en el país, mientras deciden si van a optar por el programa Movilidad Segura ofrecido por el Gobierno de Estados Unidos u otros como destino final.
“Yo quiero optar por irme a Estados Unidos”, dice José Ángel Cerrato, y agrega: “Quiero retomar una nueva vida, trabajar duro para poder ayudar a mi familia en Nicaragua, porque la situación es muy difícil”, agrega.
El régimen de Ortega lo desterró, como a los otros 134, con sólo la ropa que llevaba puesta y un pasaporte que muestra otra cara de sus vejámenes: fechas de emisión distintas (algunos octubre de 2023 y otros julio de 2024) con las fotos de ellos con el traje azul y su rostro deteriorado por los días en la cárcel.
En Guatemala, Cerrato enseña las únicas pertenencias que tiene para enfrentar el destierro: un celular que le dieron las organizaciones para comunicarse con su familia, las chinelas estilo Crocs, y un par de chándales (trajes), entre ellos, el gris que lleva puesto.