Nayib Bukele: Y ahora, ¿cuál es el plan B para El Salvador?

Llevar un país de la cultura de violencia hacia la paz, de la desigualdad al desarrollo equitativo requiere un tiempo, pero sobre todo un plan. A Bukele suelen irritarle las preguntas molestas que incluyen las dudas sobre la violación a los derechos humanos y a la democracia

El presidente Nayib Bukele en una conferencia de prensa en San Salvador. Foto de Miguel Andrés | Divergentes.

Cuando le pregunto a colegas y amigos periodistas, me responden que en El Salvador se ha roto la democracia, que el país va hacia una deriva autoritaria y a la dictadura armada

Cuando le pregunto a amigas y amigos, fuera del mundo del periodismo, la respuesta es completamente opuesta. “Nunca se ha vivido mejor en El Salvador”. Y los que lo miran con cierto escepticismo, abren los ojos y cierran la boca, por no aventurarse a expresar una opinión de la que mañana tengan que desdecirse. 

Bukele ha conseguido convertir a su país en uno de los más seguros de la región en un tiempo récord, apenas dos años, a partir de la última masacre cometida por las pandillas, después de una supuesta ruptura de negociaciones, en marzo de 2022. 

Eso sí, a cambio ha tenido que meter en la cárcel a casi 70 000 personas en solo dos años. Y ahora debe gestionar una de las mayores tasas de población carcelaria del mundo, y de incrementar la militarización del país. ¿Cuánto tiempo puede sostenerse algo así?

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Para quien lo ha vivido, es difícil quitarse el chip. Salir a buscar el pan, o la tortilla sin mirar atrás ni a los lados. Estar alerta mientras llevas a tus hijos al colegio, esperar un bus o pedir un taxi. Moverte como cualquier persona amenazada por la mafia. Un automatismo de vigilancia constante, de por vida. En cualquier ciudad de América Latina, se lleva ese chip desde pequeño. Si lo piensas, es cansado. Es triste. Pero no se trata de pensar, sino de estar despierto. Por eso, cuesta tanto quitártelo cuando te vas a vivir a sitios donde no tienes tantas probabilidades de que te maten, lejos del continente más violento del mundo.

La libertad, me dice Moisés, un amigo que migró a España junto a su familia, es poder caminar, como hago aquí, en mi barrio de Barcelona, sin tener que mirar constantemente a un lado y a otro. Caminar sin mirar atrás. Y eso que Barcelona tiene fama de peligrosa por los robos.

Es difícil que quien haya visitado El Salvador no le tenga cariño. La apertura de su gente no esconde la marca de tantas esperanzas rotas. Para alguien que no ha vivido de cerca el dolor de perder a un ser querido, por la violencia de las maras o, antes, por el conflicto armado, o no se ha tenido que enfrentar a las extorsiones del miedo, es difícil analizar con objetividad el respiro de alivio que la situación actual significa. Pero es comprensible la rapidez con la que una sociedad entera entrega sus libertades y el sistema de alternancia constitucional a cambio de “caminar sin mirar atrás”.

Pocas veces en la historia de un país, alguien acumula tanto poder en sí mismo como el que ahora tiene Nayib Bukele. Lo contemplan con envidia muchos presidentes de la región y, lo más importante, lo respalda el pueblo: casi el 85% de los votos. No ha dejado a nadie indiferente. Se ha fabricado una imagen que ha conectado con nuevas y viejas generaciones. Con las primeras por los medios y el estilo fresco; y con las segundas por un discurso que propone soluciones simples y, aparentemente rupturistas, a problemas antiguos y complejos. 

Pero creo que uno de los problemas está precisamente en la imagen y en las palabras. En el comentario burlesco. En esa media sonrisa. En el desprecio. En cosificar, deshumanizar y animalizar a casi 70 000 personas. En el de vender soluciones simples a problemas complejos. Esa forma de resumir tanto dolor: “Ok, veamos:”, decía Bukele en su red social favorita (X), “La tasa más alta de asesinatos en el mundo, la mayor cantidad de asesinos en las calles. Solución: encarcelarlos a todos de modo que no maten a nadie más”. 

Dicho y hecho. De más de 3000 homicidios, en 2018, Bukele consiguió bajar la cifra a poco más de 150 en 2023. En febrero de este año, no ha habido hasta el momento ningún homicidio. Y por comparar, en Costa Rica, el país más estable de la región, con un millón de personas menos que en El Salvador y una densidad poblacional tres veces menor, en 2023, hubo más de 900 homicidios, lo que algunos califican como el año más violento de su historia. Pero su población carcelaria es algo superior a las 15 000 personas, frente a las casi 100 000 de El Salvador. En Nicaragua, con una población general semejante, hay unos 21 000 internos en sus prisiones.

El CECOT (Centro de Confinamiento del Terrorismo) es una macrocárcel para 40 000 presos que no tienen derecho ni a visitas ni otros derechos básicos. Con motivo de las elecciones, el presidente abrió sus puertas a periodistas, youtubers, influencers que pudieron mostrar ese lugar diseñado para la tortura aséptica donde se hacinan los presos y se les despoja de la intimidad. Pero no entró ninguna madre ni ningún otro familiar

A los internos los desnudan, los apilan en ropa interior. Los amalgaman sin luz solar, pero con luz eléctrica las 24 horas del día. Apenas vemos ojos, sino piel marcada por tatuajes y el gris de las cabezas rapadas. Parece más una granja avícola que un lugar donde habiten seres humanos. A ello se suma la sospecha de que, si buscamos en la historia de cada uno de ellos, casi ninguno proviene de sectores acomodados.  

Nayib Bukele: Y ahora, ¿cuál es el plan B para El Salvador?
Una pinta de Nayib Bukele en el centro de San Salvador. Foto de Miguel Andrés | Divergentes.

El presidente ha promovido el cambio de leyes para permitir juicios multitudinarios y exprés. También lo hizo para subvertir la constitución y reelegirse. Pero, nuevamente, uno de los problemas es que las soluciones rotundas del corto plazo no suelen arreglar problemas viejos, si no se acompañan de un plan B. Y eso lo desconocemos. Bukele solo habla de seguir con la misma política. Cuánto le costará a El Salvador mantener en condiciones infrahumanas a tantos miles de personas. Y, sobre todo, ¿por cuánto tiempo?

70 000 presos son 70 000 madres y padres que no pueden ver a sus hijos. Muchos de ellos, parte de familias que heredaron una historia de dolor como todos los salvadoreños. Familias quebradas por la violencia del Estado o de los grupos armados para las que nunca hubo reparación. Muchas no vieron la justicia, porque fueron víctimas del poder militar, económico o político que, rara vez, rinde cuentas. En esas familias rotas por la pérdida, o el abandono o la migración, crecieron muchos de esos jóvenes, sin expectativas ni futuro: carne de cañón, otra vez, para la violencia.  

El problema en la comunicación de Bukele es que no ha habido el mínimo atisbo de empatía hacia quienes había detrás ni hacia la raíz del problema inmerso en la desigualdad, la pobreza, la cultura heredada del dolor. Sólo ha sido regodeo de una justicia diseñada para la venganza.

Si un Estado es incapaz de actuar con los valores humanistas que rigen la ley y se convierte en un arquetipo de violencia y humillación, no hay nada innovador, sino mucho pasado en esa aparente nueva política. Deshumanizar a los presos como un método aleccionador y de castigo hace añicos cualquier derecho fundamental o cualquier recuerdo de que un sistema penitenciario debería priorizar la reinserción. Las cárceles en muchos países de América Latina solo sirven como método de castigo y demuestran su ineficacia, como recientemente, se ha visto en el caso de Ecuador.

La política de seguridad y la macrocárcel de Bukele no puede sostenerse sin dopar a sus fuerzas de seguridad. Es decir, el viejo método, el único que ha conocido El Salvador para resolver sus problemas: más presencia armada.

Nayib Bukele: Y ahora, ¿cuál es el plan B para El Salvador?
Hasta no hace mucho en El Salvador la entrada a algunos barrios estaba vetada, controlados por pandillas o ‘maras’ que imponían su ley. Foto de archivo de EFE.

Un análisis a fondo del proceso de remilitarización de El Salvador se puede leer en un texto del investigador José Luis Rocha para la Universidad Centroamericana, en 2022. Si es cierta la conclusión de Rocha, estamos ante una encrucijada más dentro del enorme laberinto de la violencia del que no hemos salido. Es decir, un país que no deja de tener a su pasado acechándole con diferente careta. Un país sin la libertad de poder caminar sin mirar atrás, si no es a cambio de una red de seguridad descomunal, imposible de gestionar en el tiempo. 

La comunicación de Bukele, al menos en su red preferida (X), se basa principalmente en sus logros en materia de seguridad. Y en retuitear opiniones, desde influencers de lo más variopinto hasta una carta al director de un señor al diario La Voz de Galicia, o la felicitación de Vladímir Putin por su aplastante victoria. 

Mientras tanto, El Salvador sigue en un índice de Desarrollo Humano que, en el último año, sólo le situaba un punto por encima de Nicaragua. Sus grandes problemas de desigualdad y pobreza continúan, y no se resuelven solo la paz momentánea. 

¿Y ahora qué? Vuelve a ser la pregunta. 

Lo cierto es que Bukele tiene ante sí una oportunidad única. Dispone de un gran poder para reinventarse. Puede elegir entre continuar algo insostenible, o buscar la innovación en las fuentes de quienes han hecho avanzar la humanidad. Estas nos muestran que los grandes ejes de transformación individuales y sociales tienen que ver con la educación, la igualdad de oportunidades, la palabra y el amor. Todo eso que suena tan ingenuo en un mundo de discursos de polos opuestos, donde gana el que se muestra más fuerte.

Nayib Bukele: Y ahora, ¿cuál es el plan B para El Salvador?
Nayib Bukele proclama su reelección en El Salvador en febrero pasado, a pesar de que viola la constitución política. Miguel Andrés | Divergentes.

No es nada popular hablar de invertir en reinserción. Pero me niego a pensar que entre los 100 000 presos salvadoreños no haya todavía historias de transformación por contar, si alguien se les acerca con otra mirada. Ellos también, guste o no, son parte de El Salvador y de su futuro. Y tienen derechos básicos mientras sigan respirando. Estoy seguro que algunos cargan una vida y una mente tan descompuestas que solo esperan un final. Y también que habrá cientos de inocentes. Y aún muchos que, sin serlo, aún pueden aportar a la comunidad en que se dañaron y a la que hicieron tanto daño, mucho más de lo que hasta Bukele pueda imaginar.

¿No es una obligación del Estado invertir en esa humanidad rota? Existen modelos en otros países de la región que lo están intentando, como en Colombia. ¿No valdría la pena llamar a la cooperación internacional y ponerla a prueba?

Quedan muchas preguntas por resolver. Llevar un país de la cultura de violencia hacia la paz, de la desigualdad al desarrollo equitativo requiere un tiempo, pero sobre todo un plan. A Bukele suelen irritarle las preguntas molestas que incluyen las dudas sobre la violación a los derechos humanos y a la democracia (piensa que se hacen desde preconceptos occidentales de Europa o Estados Unidos). Es posible. En una de sus últimas comparecencias llamó a dignificar el periodismo para que este cuente la verdad. Pero una de las primeras obligaciones del periodismo es preguntar. Y una de las primeras de los políticos es ofrecer soluciones. Responder.

Ahora que tiene la mejor oportunidad posible, ¿cuál es el plan B?


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