Después de fustigar contra los Estados Unidos y la Unión Europea, Daniel Ortega finalizó su discurso de iniciación de su cuestionado cuarto mandato consecutivo con una frase que podría definir los próximos meses de su régimen: “Borrón y cuenta nueva”, dijo. Ortega, con quince años corridos en el poder, también manifestó que su próxima meta es darle continuidad a la “buena marcha” que el país tenía antes de las protestas de abril de 2018 y que hicieron tambalear su mandato. A tres años de dichos eventos, esa fecha se ha convertido en una especie de fantasma que persigue a la pareja de dictadores y cuyo recuerdo han tratado de sepultar.
La banda presidencial fue colocada a un Ortega envejecido, que ronda los 76 años y habla tropesadamenta, que olvida fechas y nombres. A un comandante cuyo gobierno ha superado en tiempo a cualquiera de los tres Somoza que mandaron militarmente durante 45 años en Nicaragua. Acompañado de Rosario Murillo, su esposa, su mano derecha, su “co-presidenta”, sellaron el inicio de un periodo lleno de incertidumbre y desesperanza para una nación que ya muestra su hartazgo a casi cuatro años de crisis sociopolítica. El modesto evento –comparado con las pompas y los invitados de las anteriores tomas– fue plano y sin novedad. El foco estuvo en lo que pasó afuera a lo largo del día, primero con las sanciones que Estados Unidos y la Unión Europea recetaron a funcionarios y familiares sandinistas, y luego con la firma de un acuerdo que desempolva la promesa china de una nueva ruta de la seda, como la que maravilló al explorador Marco Polo hace siglos.
La diferencia, ahora, es la soledad que envuelve a los dictadores. Una tangible durante su toma de posesión. El mundo les ha dado la espalda. En la tarima, solo brillaron sus homólogos de Venezuela y Cuba, otras dos dictaduras que enfrentan sus propios dramas. Los antes benefactores del régimen a través de la fiebre del petróleo, fueron expuestos a la diestra de la tarima como las antigüedades de un pasado socialista que se difumina, que ha perdido su encanto y, sobre todo, su capacidad de convencimiento. Nicolás Maduro y Miguel Díaz-Canel fueron los únicos jefes de Estado, y después de Ortega y Murillo, los únicos en robarse las cámaras.
Ortega ingresó a la tarima cerca de las seis de la tarde, saludó a dos amigos prófugos de la justicia (los expresidentes salvadoreños Salvador Sánchez Cerén y Mauricio Funes), a Brian Wilson, un veterano de la guerra de Vietnam y a los delegados de China, Rusia, Irán y otros países aliados. Luego, bajó para recibir a Maduro, con un abrazo. Juntos, volvieron a subir a la tarima, y todas las cámaras de la televisión oficial siguieron y enfocaron en varios ángulos al presidente venezolano, cuya participación en el evento fue confirmada a última hora. Ni él ni Díaz-Canel tenían planeado arribar al país. Las atenciones a Maduro y las molestias que se tomaron la pareja gobernante contrasta con su discurso de “autodeterminación” y cero pleitesía, con su irreverencia hacia las potencias del mundo y a cualquier otro país.
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Finalmente, tras los abrazos, las selfies y los saludos, Gustavo Porras, presidente de la Asamblea Nacional y uno de los operadores políticos más leales del régimen, dio inicio al acto de investidura con un parlamento militante, entregado totalmente a las disposiciones de los dictadores. El domingo tomaron posesión y mantuvieron su permanencia en uno de los cuatro poderes que los dictadores controlan. Es decir, Ortega y Murillo podrán seguir enviando cualquier ley que se les ocurra para ser aprobada sin mayor dilación por los diputados sandinistas.
El mensaje a los Estados Unidos
La pareja presidencial enfrenta un aislamiento sin precedentes. Reconocieron que los “yanquis” no enviaron a nadie al evento que ellos mismos gestionaron. En cambio, colocaron a activistas estadounidenses que formaron parte de esa vieja red de solidaridad sandinista contra la dictadura de Somoza. “Qué mejor expresión y qué mayor orgullo que tener aquí como representante y delegado del pueblo norteamericano a ciudadanos, a hombres y mujeres dignas que luchan en su país”, dijo Ortega.
También aprovechó el evento para sacar históricas rencillas, para reclamarle al “imperio” los daños que provocaron en el pasado, el financiamiento a la Contra y el apoyo a los Somoza durante décadas. “El presidente Biden tiene la oportunidad de hacer un giro histórico y valiente, donde indemnice al pueblo nicaragüense. No estamos pidiendo limosnas, es justicia”, agregó Ortega el mismo día en que el Departamento del Tesoro estadounidense sancionó a militares y funcionarios de Nicaragua.
Al inicio de su discurso, Ortega llamó al frente a la magistrada Brenda Rocha, presidenta del Consejo Supremo Electoral (CSE) y dijo a los participantes que hoy fue “condecorada” por los yanquis. La magistrada fue sancionada por la Unión Europea al igual que varios funcionarios sandinistas. Ortega usó la historia de Rocha para fustigar a los Estados Unidos y asegurar que fue víctima de una guerra “impuesta por el imperio”. La magistrada perdió su brazo cuando un grupo armado atacó una comunidad en la que ella fungía como brigadista durante la campaña de alfabetización. Hoy, ha mostrado su incondicionalidad al régimen, y es una de las figuras claves del CSE, poder que le concedió el 75% a los sandinistas en unas elecciones sin competencia electoral y con una abstención del 85%, según el observatorio ciudadano Urnas Abiertas.
“Cuantos muertos han provocado los actos de terrorismo que promulgan los yanquis en Venezuela. ¿Cómo habrían reaccionado los yanquis si se les dieran de terrorismo como los que enfrentamos en abril de 2018? Para ellos no era un acto de terrorismo, era el gobierno que estaba violando derechos humanos de un grupo de ciudadanos”, dijo el caudillo. También mencionó que Estados Unidos tiene 700 “presos políticos” detenidos por el asalto al Capitolio, un violento episodio producto de la era Trump y cuyas consecuencias son palpables en la sociedad estadounidense.
En su discurso, se dedicó a pedir cuentas a El Salvador y a preguntar por qué no había suscrito el acuerdo firmado con el presidente Juan Orlando Hernández, quien llegó a la toma y fue abucheado en un lapsus de los presentes. En seguida, los gritos fueron acallados por consignas hacia Daniel Ortega.
Si este acto sirviera como un reflejo del próximo mandato de Ortega y de Murillo, la palabra que sobresale es “soledad”. Los dictadores terminaron pagando un costo altísimo ante el giro autoritario que ajustó las tuercas de la represión en el 2021. Ambos fueron abanderados tras encarcelar a no uno, sino a siete aspirantes de oposición y a decenas de activistas y voces disidentes. Los mandatarios no querían escuchar zodiacos funestos en pleno año electoral, por eso, las detenciones se extendieron a comentaristas y analistas políticos que no representaban ningún peligro para su administración. En las cárceles del país permanecen más de 160 presos políticos, mientras que en los titulares se rumora acerca de la instauración de un nuevo diálogo con actores desconocidos, uno que en esta ocasión no obtuvo mención.