La apatridia nos ha durado poco. A unos dos meses y a otros cinco. Este miércoles 28 de junio asistí a la embajada de España en San José a realizar la “promesa de fidelidad al Rey, obediencia a la Constitución y a las leyes” de ese país que nuestro Rubén Darío –visionario inagotable de las letras– llamó “madre patria” en su Autobiografía. La alusión del poeta me invadió durante el acto, porque se trata de un gesto diplomático sin precedentes para los nicaragüenses despojados de nuestra nacionalidad por la dictadura de Daniel Ortega y Rosario Murillo. Una profunda actitud solidaria que, instintivamente, relaciono con cobijo maternal. O con una casa que hoy me extiende, desinteresadamente, el mismo techo bajo el cual Rubén fue feliz, sobre todo el día que tomó el tren hacia Ávila, y luego siguió montado en burro hasta Navalsauz, para buscar y encontrar el amor incondicional de Francisca Sánchez, su Paca.
La dictadura arrebató la nacionalidad a 94 personas el pasado 15 de febrero, después de hacerlo con los 222 presos políticos desterrados. Aunque lo hemos sentido como un tiempo largo, marcado por la incertidumbre inicial tras el despojo, la represión en Semana Santa, persecución y condena de más personas en Nicaragua, hasta la grotesca confiscación de la Cruz Roja, lo cierto es que España ha actuado con celeridad. El Consejo de Ministros comenzó a reunirse para analizar nuestras solicitudes. Desde el once de mayo iniciaron a otorgar una nacionalidad que ha resarcido nuestro derecho humano universal –violado– a tener una. Una nacionalidad que, gracias a ese vínculo indisoluble que Rubén fundió con sus “Cantos de Vida y Esperanza”, nos hace más nicas y a la vez ciudadanos de una sociedad que, con dolores que bien reconocemos, ha levantado una democracia después de la dictadura de Franco.
Recibir esta nacionalidad nos impone el reto de aprender de España y sus vicisitudes en la construcción de una nación en la que pensar y opinar diferente no implique muerte, exilio, cárcel, torturas y hostigamiento. Para insistir en la construcción de un país con educación, cultura, oportunidades y desarrollo. Para cambiar ese sino funesto que llevó a Rubén a lamentarse de su patria por no guardarlo vivo, y no conformarnos con esa idea de volver como despojos para que Nicaragua nos conserve. Sino para retornar y extirpar desde cada uno de nuestros lugares el olvido que los tiranos hoy intentan imponer. Para tomar la senda sin retorno hacia la justicia, verdad, memoria, reparación y la no repetición –nunca más– de crímenes de lesa humanidad.
El otorgamiento de la nacionalidad española es un soporte integral en este empuje colectivo por una Nicaragua en democracia. Es inevitable no agradecer a España inspirados en Rubén, en este momento que nos otorgan un camarote en el barco del “capitán Cervantes”, que es la misma nave del idioma de quienes siempre he admirado: Cernuda, Machado, García Lorca, Serrat, la Pantoja, Cigala, María Jiménez, Leiva, Ana Belén, Iglesias, demasiados más, pero en especial, en mi interior: ¡Sabina!
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Recibir la nacionalidad de España se siente muy cercano. Como una vieja conocida que tendió la mano sin dudarlo. Se siente así por culpa de Rubén que –como recuerda Emilia Pardo Bazán tras leer España Contemporánea– le hizo un canto de amor a España en ese libro de crónicas; guiado por un afecto que el Gobierno español ahora corresponde de esta forma tan loable. Parafraseando al poeta que es tan nicaragüense como español, gracias a una “nación generosa, coronada de orgullo inmarchito”; a “la tierra de la alegría, de la más rojas de las alegrías”… En suma, a la patria que Rubén Darío, providencialmente, nos enseñó a llamar madre.
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Wilfredo Miranda Aburto
Es coordinador editorial y editor de Divergentes, colabora con El País, The Washington Post y The Guardian. Premio Ortega y Gasset y Rey de España.