Wilfredo Miranda Aburto
10 de enero 2023

Los grandes imitadores del fascismo

Los grandes imitadores del fascismo
Danniel Ortega junto a la cúpula de su régimen en un acto realizado en el centro de convenciones Olof Palme. Foto: Tomadas de Presidencia / El 19 Digital.

Tengo que confesar que el cinismo de Daniel Ortega nunca deja de sorprenderme: la noche de este 9 de enero, durante el acto “solemne de instalación del período legislativo 2023”, dio un largo discurso que fue una guía de cómo torcer hechos y realidades para justificar la perenne barbarie en la que vive sumida Nicaragua. Aunque el asalto al Capitolio perpetrado por trumpistas, el 6 de enero de 2021 en Washington, ya lo había usado para excusar su negativa de liberar a más de 200 presos políticos, el caudillo sandinista volvió a la carga tras la invasión de los bolsonaritas al Congreso de Brasil, quienes exigían una intervención militar para deponer al recién electo presidente Lula da Silva. 

Tanto en Estados Unidos como en Brasil los asaltos a las cámaras dejaron más de mil detenidos y procesos judiciales. Al contrario que a esos presos, que sí cuentan con garantías procesales y una justicia imparcial, Ortega dejó entrever que no liberará a los presos políticos en Nicaragua. “¿Va a desaparecer la justicia ante los terroristas, ante los golpistas? No, eso es un principio sagrado, así como defendemos la paz, tenemos que defender con firmeza la justicia y la aplicación de la justicia contra los criminales”, sostuvo. 

Equiparar a los presos políticos de nuestro país con los brasileños y estadounidenses es un auténtico disparate. En ambos casos, los líderes protofascistas, Donald Trump y Jair Bolsonaro, alentaron con sus discursos estos actos violentos para tratar de subvertir los resultados electorales que le dieron la presidencia a Joe Biden y Lula da Silva. Emulando a Trump, Bolsonaro agitó la supuesta idea de un fraude electoral. Ni en Estados Unidos ni Brasil hubo prueba alguna de irregularidades en las urnas. De ningún tipo. Y aun así, ambos intentaron dinamitar las instituciones, en especial las cámaras de representantes, que son elementos claves en las democracias. 

En el caso de Nicaragua no hubo intentona golpista alguna. Lo que hubo fue un levantamiento popular motivado por más de una década de un gobierno corrupto, familiar, violador de derechos humanos y que, ojo al dato, ha perpetrado una serie de fraudes electorales desde 2008, los cuales han sido documentados ampliamente. Los miles de nicaragüenses que protestaron por meses no invadieron el Parlamento, sino las calles, un derecho a manifestarse que ampara la Constitución Política. Luego, vino una represión despiadada que modificó el curso de la protesta pacífica hacia una resistencia ante los disparos con precisión, a matar, de policías y paramilitares (a los que Ortega aún llama “policías voluntarios”). Una verdadera sangría que dejó más de 356 muertos. 

Recibe nuestro boletín semanal

Para rematar, con cinismo superlativo, Ortega declaró que el “fascismo se está reinstalando en el mundo”. Me fui de espalda al escucharlo, porque es precisamente el poder totalitario la naturaleza del fascismo. Y lo oigo a él, el gran totalitario de Nicaragua, hablando de fascismo. Desde que regresó al poder en 2007, Ortega junto a su esposa Rosario Murillo han trabajado por un modelo de poder familiar con muchos tintes fascistas, que se acentuaron más aún en 2021, con la implementación de un régimen de partido único que hoy copa todos los espacios. 

El fascismo se caracteriza por eliminar el disenso: “el funcionamiento social se sustenta en una rígida disciplina y un apego total a las cadenas de mando, y en llevar adelante un fuerte aparato militar, cuyo espíritu militarista trascienda a la sociedad en su conjunto, junto a una educación en los valores castrenses/policiales y un nacionalismo fuertemente identitario con componentes victimistas, que conduce a la violencia contra los que se definen como enemigos”. Otra definición agrega la destrucción de las instituciones democráticas, como lo hicieron los Ortega-Murillo para concentrar todo el poder en sus manos, galvanizado por un fuerte control social de sus estructuras partidarias mezcladas con las del Estado. 

Benito Mussolini definió el totalitarismo así: “Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”. Con los Ortega-Murillo se puede parafrasear de la siguiente manera: “Todo dentro de la Familia y el Partido, nada fuera de El Carmen, nada contra DOS”. 

La represión orteguista pertenece inequívocamente al fascismo. Desde la masacre de 2018, marcada por ejecuciones extrajudiciales, desapariciones, una familia quemada viva, tumbas profanadas, persecución, denegación de atención médica, violaciones, exilio, tortura, hasta llegar al estado actual: un modelo totalitario con presos políticos, leyes ad hoc que le dan sustento legal a la persecucción y un solo partido reinando en el Ejecutivo, las dependencias estatales y los 153 municipios del país. 

O dicho con más señas, persistiendo en el ejemplo de Mussolini: mantuvo un Parlamento títere (como el que dirige Gustavo Porras), desapareció a los partidos políticos, la prensa fue atornillada, se quemaron libros considerados subversivos (Ortega prohibió la última novela de Sergio Ramírez), se maltrató y asesinó a personajes considerados enemigos y comenzó el exilio de muchos opositores hacia otros países (en el caso nica a Costa Rica y Estados Unidos, principalmente). Entre la represión orteguista han existido episodios de manufactura fascista clarísima, como marcar las fachadas de las casas de opositores con la palabra “golpistas”. Un paralelismo insoslayable con las estrellas distintivas que el nazismo imponía a los judíos.

El rosario de violaciones a los derechos humanos, que han sido catalogados como “crímenes de lesa humanidad”, sitúan a Ortega y su mujer en el bando de los fascistas más claros en el mundo de hoy. Ni la coraza propagandista con la que se autodenominan de izquierda y “progresistas” puede disimular la vocación totalitaria de la pareja presidencial que decide todo en Nicaragua, al igual que lo hacía el “Gran Consejo Fascista” de Mussolini, instancia a la cual respondían los jueces para endilgar delitos políticos. En nuestro caso tropical, el Gran Consejo Fascista opera en El Carmen, residencia, despacho presidencial y sede del partido.

Como colofón, todo fascismo (y totalitarismo) necesita revestirse de símbolos que se reproduzcan en todo el Estado, de manera que ese estilo se convierta en un uniforme. Por eso dieron tanta importancia a las estrategias de comunicación tanto Mussolini como Hitler. Ortega ha dejado en manos de su “copresidenta”, de la que se acordó de reconocer tan solo al final de su discurso, cuando ya se había emitido el himno nacional, esa estrategia. Sus símbolos esotéricos, sus colores y hasta el vestuario de él se reproducen entre sus seguidores. 

Podría extenderme más con ejemplos de la represión totalitaria de los Ortega-Murillo, en especial la deshumanización con la que han tratado a los presos políticos en El Chipote, otras de las diferencias con el trato a los presos en Brasil y Estados Unidos. Los reos políticos en Nicaragua han sido maltratados a extremos perversos, jugando con su hambre, con interrogatorios que buscan quebrarlos, aislamiento, con visitas de familiares espaciadas y supeditadas al chantaje, con sobremedicación, y con procesos judiciales sin sustento jurídico. 

Sin duda, Trump y Bolsonaro son dos líderes protofascistas, conservadores y nacionalistas que supieron interpretar el hartazgo de una buena parte de sus sociedades ante los fallos de gobiernos democráticos, tras una década de austeridad. Salieron como falsos mesías a ofrecer “protección” a cambio de restringir libertades individuales y políticas fundamentales. No pasaron a más porque las instituciones, sobre todo la que cuentan los votos con transparencia, soportaron sus embates. 

En cambio, Ortega y su mujer, que no tienen contrapesos, no solo son más protofascistas que Trump y Bolsonaro, sino que son totalitarios de pura cepa, quienes, al igual que los tenebrosos fascistas del pasado, no dudaron –ni dudan– en asesinar, encarcelar, torturar y exiliar para imponer su poder.  

ESCRIBE

Wilfredo Miranda Aburto

Es coordinador editorial y editor de Divergentes, colabora con El País, The Washington Post y The Guardian. Premio Ortega y Gasset y Rey de España.