Los vecinos contaminados y oprimidos de la megacárcel de Nayib Bukele

Del CECOT, la megacárcel construida por la Administración Bukele para albergar a 40 000 pandilleros, se habla con admiración o preocupación, según el analista de turno. ¿Pero qué dicen de esta obra colosal las comunidades a su alrededor? DIVERGENTES viajó a Tecoluca –el municipio que la alberga–, conversó con sus vecinos, y sus inquietudes están plasmadas en esta crónica, sobre todo, el envenenamiento de ríos y riachuelos en una importante zona de recarga acuífera, dañada por el gigantesco reclusorio

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Ilustración por Divergentes.

Mañana al atardecer manejaré hasta los portones de la megacárcel de Bukele y pasará lo que tenga que pasar. 

Ahora estoy en Tecoluca, en el departamento de San Vicente. Mañanée para venirme hasta el municipio que acoge la que el Gobierno de El Salvador ha publicitado como la cárcel más grande de Latinoaméricadel mundo, aseguran algunos–, y me he propuesto no regresarme a San Salvador sin al menos haber intentado acercarme.

Hay razones para la inquietud: el bukelismo tiene alergia al periodismo independiente; la zona está saturada de soldados y policías; el país acumula más de año y medio bajo un régimen de excepción que les da carta blanca para las detenciones arbitrarias; y ayer mismo fui encañonado, retenido y amenazado por un militar: cuando quise fotografiar el portón de otra cárcel, Zacatraz, como se conoce el Centro Penal de Máxima Seguridad Zacatecoluca, situado a apenas ocho kilómetros de la megacárcel.

Con la megacárcel de Bukele me refiero al CECOT, el acrónimo elegido para el Centro de Confinamiento del Terrorismo, quizá la obra más emblemática del primer quinquenio del presidente Nayib Armando Bukele Ortez. 

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En El Salvador, los miembros de las pandillas Mara Salvatrucha (MS-13), Barrio 18-Sureños, Barrio 18-Revolucionarios y otras estructuras criminales menores, se consideran terroristas desde agosto de 2015, tras una resolución de la Sala de lo Constitucional.

Pero lo dicho: lo de acercarme al penal sin invitación será mañana al atardecer, cuando haya finalizado el reporteo de campo. Antes visitaré el casco urbano de Tecoluca y las comunidades aledañas, esas que vieron levantarse esta obra colosal de un día para otro –como quien dice–. Porque se ha hablado hasta la saciedad de los miles y miles presuntos emeeses y dieciocheros que están adentro, pero apenas nada de los vecinos: obreros, estudiantes, ganaderos, ancianos, agricultoras…

—Desde que lo abrieron, ese río hiede, pero hieeeeede… el agua hieeeeede… —me dirá mañana Fátima Alvarenga, joven agricultora del caserío Cantarrana, uno de los más afectados por la mierda que sale del penal; yo ahí lavaba la ropa, pero ahora, toca en la casa.

La contaminación es lo que más preocupa a la vecindad de la megacárcel de Bukele. Entre hoy y mañana escucharé de vacas muertas por beber de ríos otrora cristalinos, de producción agrícola menospreciada en los mercados y de una hediondez insufrible. También oiré quejas sentidas por la militarización, por las detenciones arbitrarias, por no haberse convertido siquiera en una fuente de empleo, por las fallas en la señal telefónica, por… 

Y todas las personas que entrevistaré, todas sin excepción, me dirán que creen que lo peor está por venir. El número de privados de libertad recluidos ronda los 12 000, apenas un 30% de la capacidad anunciada.

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Utilizar el “mega” para referirse a esta cárcel no es una hipérbole periodística más. El CECOT es en verdad colosal. La prisión ocupa 236 000 metros cuadrados, el equivalente a cinco veces el Zócalo de Ciudad de México. Rodearla caminando tomaría media hora… si permitieran acercarse.

Según los datos que el Gobierno suelta a discreción, cuenta con 37 torres de vigilancia, muros perimetrales de 11 metros de altura, siete anillos de seguridad, un hospedaje completo para los carceleros, otro para perros guardianes, una docena de talleres –de pintura, de elaboración de pupitres, de confección de ropa, de etcétera–, tecnología para que las audiencias judiciales sean virtuales y así los reos no abandonen las instalaciones, y su perímetro está vigilado por 600 soldados y 250 policías.

La megacárcel de Bukele tiene ocho pabellones para privados de libertad, completamente independientes uno del otro, y cada uno de ellos es tan extenso como el terreno de juego de la Bombonera, el estadio de Boca Juniors. Colosal.

Se anunció que el CECOT tendría su propia planta de tratamiento de aguas negras pero, si funciona, funciona fatal. Más luego entenderán.

El propio presidente de la República, Nayib Bukele, tuiteó que albergará a “40 000 terroristas, quienes estarán incomunicados del mundo exterior”, pero, transcurridos nueve meses desde su inauguración, la cifra de internos al 22 de octubre era de 12 149.

Pero más allá de la numeralia, el dato quizá más impactante es que en apenas ocho meses se construyó de la nada –de la nada–, sobre tierras de cultivo. Se manejó en secreto, pero un vecino de Tecoluca me contactó el 13 de mayo de 2022 para contarme que había maquinaria pesada en esa zona. Bukele anunció su megacárcel al mundo el 21 de junio, y la inauguró con bombo y platillo el 31 de enero de 2023. Recibió a sus primeros 2000 inquilinos el 24 de febrero.

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Vista aérea del Centro de Confinamiento del Terrorismo. Foto | Secretaría de Comunicaciones del Gobierno de El Salvador

Diseñar, adjudicar, construir y equipar una obra como el CECOT es consecuencia directa del régimen de excepción vigente desde el 27 de marzo de 2022 que, entre otras atribuciones, permite a la Administración Bukele asignar contratos a dedo.

Otro dato relevante es el lugar: el cantón El Perical de Tecoluca. “Decidimos hacerlo alejado de las ciudades”, anunció orgulloso el propio Bukele. Las elegidas fueron unas tierras ubicadas a 70 kilómetros de la capital, de fertilidad infinita, encajadas entre el altanero volcán Chinchontepec y el océano Pacífico; un territorio surcado por incontables ríos, riachuelos y quebradas, una zona de recarga acuífera.

Sobre lo de alejarlo de las ciudades, es cierto que el CECOT huyó de la tendencia histórica a construir centros penales en los núcleos urbanos o muy cerca de, pero El Salvador es el país más densamente poblado de la plataforma continental americana, con más de 300 habitantes por kilómetro cuadrado. La presencia del CECOT está afectando a miles. 

El asentamiento más cercano, a poco más de un kilómetro en línea recta, se llama El Milagro 77. Tenía que ir.

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Wilfredo Escobar Portillo tiene 47 años, padece insuficiencia renal crónica, es pobre y vive en El Milagro 77. Los dos riachuelos que demarcan esta comunidad a oriente y poniente son hoy más caudalosos y nauseabundos por las descargas fecales crudas o mal tratadas que bajan del CECOT.

—Fíjese que antes acá se cangrejeaba, se agarraban chimbolos y pescaditos, pero ahora, si un chucho toma ese agua, a los días comienza a enflacarse, hasta que se va. Como que trae químico fuerte el agua que baja– me dirá Wilfredo en un par de horas, junto a la pasarela peatonal del fétido río El Perical.

Ahora llevamos más de una hora de conversa fuera de su casa, y me ha convencido de que ni la contaminación ni su enfermedad en fase terminal –cuatro diálisis peritoneales al día– es lo que más le preocupa. Tampoco la megacárcel en sí. Lo que quita el sueño a Wilfredo desde el 15 de marzo es la detención arbitraria de su hijo Winston Alexis Escobar Urbina, un joven encarcelado bajo el régimen de excepción.

Son miles los inocentes encerrados por la Administración Bukele en El Salvador, pero el de Alexis es uno de esos casos que claman al cielo.

A sus 18 años, Alexis ya era el sostén económico familiar. Es –¿era?– uno de esos jóvenes arrechos que no se resignan a la pobreza que marcó su infancia. Trabajaba como peón para un contratista de Zacatecoluca –lo detuvieron y lo golpearon cuando venía de trabajar–, había ahorrado para comprar una colmena y producir miel, y para adquirir una modesta cantidad de pollos, reproducirlos y venderlos en el mercado. Y todo esto mientras estudiaba bachillerato a distancia. Un joven al que no costaría adjetivar como ejemplar, pero que el Gobierno de Bukele considera un terrorista.

Alexis es inocente no sólo porque así me lo están diciendo Wilfredo y María Norma Urbina, su madre. Lo respaldan su patrón, sus vecinos y hasta el alcalde de Tecoluca, que es de Nuevas Ideas, el partido de Bukele. La inocencia de Alexis también la avala, en una declaración jurada ante el notario Natividad Argueta, el agente policial J. F. M. G., que estuvo tres años asignado en el área, en una unidad antipandillas.

A pesar de ser advertido por el notario de que mentir lo exponía a incurrir en el delito falso testimonio, el policía antipandillas fue rotundo: “Me declara el deponente que si supiera que el joven Winston Alexis Escobar Urbina fuera miembro, colaborador o pariente de estructuras pandilleriles, no se expondría ni se arriesgaría a meter sus manos por él, pero [lo hace porque] está consciente y le consta que es una persona honrada, laboriosa y respetuosa con toda clase de autoridades”.

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Wilfredo Escobar Portillo junto a su esposa María Norma Urbina sostienen una fotografía de su hijo Winston Alexis Escobar Urbina. Foto | Roberto Valencia

Copias de este y los demás documentos exculpatorios que Wilfredo ha venido recopilando los conoce el Estado salvadoreño, pero mientras yo escribo esta crónica, Alexis sigue encarcelado e incomunicado en la celda 33 del Sector 2 del Centro Penal La Esperanza, Mariona. Ocho meses ya.

—Si yo hasta me alegré cuando los soldados llegaron a la casa aquel día a preguntar– me dice Wilfredo, casi apenado.

Alexis quiere –¿quería?– ser soldado. Había presentado la documentación en la Fuerza Armada, había pasado todos los filtros y requisitos, y a inicios de abril esperaba ser llamado a filas en la 5ª Brigada de Infantería, en San Vicente. Por eso, incluso a pesar del régimen de excepción vigente, Wilfredo se alegró cuando un pelotón se presentó en su casa y preguntó por su hijo.

Surrealismo en estado puro.

—Desde que se construyó la cárcel, los soldados pasan frente a mi casa a diario; unos bajan, otros suben… y así noche y día– me dice Wilfredo.

La militarización es desmesurada en los cantones y caseríos aledaños al CECOT. En El Milagro 77 –se llama así por el kilómetro de la carretera en la que está el desvío– Alexis no es el único joven detenido, a pesar de que desde muchos años antes del régimen no había presencia de pandillas. Algo tiene que ver con que la mayoría de quienes fundaron este asentamiento en 1998 –Wilfredo es uno de ellos– eran exguerrilleros de las FPL, las Fuerzas Populares de Liberación.

Para Wilfredo, me dice con una cadencia entristecida y resignada, la construcción de la megacárcel y la detención arbitraria de su hijo –que lo está consumiendo, literalmente– tienen una relación causa-consecuencia. Por eso, la contaminación y hasta su enfermedad han pasado a un segundo plano.

Antes de visitar a Wilfredo y demás vecinos de El Milagro 77, de conocer sus riachuelos muertos, la mañana de este viernes la he pasado en el parque central de Tecoluca. Ahí he conversado con César Cañas, activista social y político. César es parte del MDT, el Movimiento por la Defensa de la Tierra de Tecoluca, y es el candidato del partido FMLN para las elecciones municipales que se celebrarán en marzo de 2024.

Este joven ingeniero agrónomo me ha explicado que la repentina construcción del CECOT en su municipio se inició de manera clandestina, sin el estudio de impacto ambiental que establece la Ley de Medio Ambiente, ni consultas en las comunidades afectadas. El Estado ni siquiera pagó a la municipalidad por levantar algo así, una cifra de muchos ceros por ser una obra millonaria.

“Pero lo más grave es que se construyó en las faldas del volcán, en una zona de recarga hídrica”, me ha enfatizado César.

Otro punto que ha mencionado, y que escucharé en todas las entrevistas estos dos días, es que ni las obras primero, ni la administración de la megacárcel después, han generado puestos de trabajo. Se pueden contar con los dedos de las manos los tecoluquenses que se han beneficiado con un salario, entre miles de obreros, custodios, administrativos…

La conversación mañanera con César ha sido en una banca del parque, mientras un pelotón de la Fuerza Armada revoloteaba alrededor, equipados como si fueran a combatir en Gaza.

Es tarde y voy de salida de El Milagro 77, comunidad a la que he llegado por iniciativa propia. César ha sido quien me ha sugerido que, para medir a cabalidad el impacto de la contaminación, debería acercarme sí o sí al cantón San Francisco Angulo y al caserío Cantarrana. 

***

Félix Laínez me ha citado en su hogar, en San Francisco Angulo, a las 8 de la mañana de este sábado. El río que bordea al poniente El Milagro 77 es el que 500 metros abajo baña este cantón de Tecoluca, el más pegado al municipio de Zacatecoluca.

No me ha costado dar con la casa porque acá todo mundo –unas 125 familias– lo conoce. Félix es, en el sentido más limpio de la palabra, un líder comunitario. Nacido, criado y madurado en este rincón del país, peina canas desde hace años; tiene 55.

Me he presentado puntual, hace unos cinco minutos, y su esposa me ha ofrecido agua y silla en el porche, aunque esa palabra resuena pedante para esta vivienda que transpira ruralismo y sencillez. A seis metros de donde me he sentado, una vaca rumia, y salpimentará con sus mugidos esta larga conversación.

Félix aparece ahora sudado y vestido de faena, con botas de agua, un gorro pescador que se quita para saludar y el corvo envainado al hombro. Es agricultor –maíz, maicillo, frijol; arroz ya no, desde que el precio se desplomó– y ganadero, pero en pequeño, aclara. Viene de hecho de alimentar a sus vacas… a las vacas que le quedan.

—Ya se me murieron dos por la cuestión del agua– me repite lo que me comentó ayer vía WhatsApp.

Sus terrenos quedan junto al río ahora tóxico, otrora lleno de vida. Cangrejonas hermosas salían, dice. Antes del CECOT tenía 20 vacas y una yunta de bueyes. Ahora sólo tiene tres vacas; una de ellas, esta que está con nosotros. Los bueyes los vendió la semana pasada. 

Félix sabe lo básico de veterinaria, se esfuerza e invierte en la salud de sus reses y se jacta de haber tenido siempre un ganado robusto, sano, bien alimentado. 

—Las dos vacas que se me murieron las fui a dejar al potrero en la tarde y, al día siguiente, muertas– me dice.

Escuchó de otras vacas muertas en otras comunidades también por haber tomado de los ríos que bajan de la megacárcel de Bukele. Cavó al inicio de la estación lluviosa una gran zanja para almacenar agua, pero, sabiendo que está encima la temporada seca y que volverá a depender del río, ha optado por venderlas, una tras otra.

Le preocupaba también que en los mercados principales, donde venden los ganaderos y agricultores locales –San Vicente y sobre todo Zacatecoluca– se ha corrido la voz de que todo lo que proviene de la zona más afectada por el CECOT está contaminado.

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Félix Laínez en la entrada de su casa. Foto | Roberto Valencia

—Acá tenemos agua todo el año y siempre ha salido mucha hortaliza: pepinos, rábanos, ejote, chile dulce, loroco… Pero en el mercado de un tiempo están preguntando de dónde viene el producto y, si uno responde que del 77, porque así nos dicen, o no lo compran, o se lo quieren bajar a uno. 

Como líder comunitario, ha presentado una queja formal en la unidad de salud de Tecoluca, dependiente del Ministerio de Salud, pero no les han hecho caso; ni siquiera han accedido a sus peticiones de que analicen el agua que están consumiendo, que es de pozos, y Félix teme que toda la podredumbre que emana la cárcel esté infiltrándose.

Félix es pesimista, muy pesimista. Cree que es cuestión de tiempo que la contaminación se extienda a todas las tierras comprendidas entre el CECOT y el océano Pacífico. Un triángulo de unos 300 kilómetros cuadrados en los que hay importantes núcleos poblacionales, como Santa Cruz Porrillo, El Playón, Los Marranitos o San José de la Montaña. 

—Y tiene valor estar defendiendo en estos momentos a tu comunidad, con esta carambada del régimen– me dice con un tono a medio camino entre el enojo y la dignidad.

Tras una plática que he sentido enriquecedora, me despido de Félix y voy a almorzar al Pollo Campestre de Zacatecoluca. Apenas salgo de San Francisco Angulo y me alejo lo suficiente del CECOT, caen de un solo en mi teléfono todos los mensajes y sonidos acumulados durante tres horas. La señal intermitente o inexistente, en función de la comunidad y la compañía que uno tenga, es otra de las consecuencias que afectan a la vecindad.

Almorzado, manejo ahora hacia el caserío Cantarrana, cantón El Perical, siempre en Tecoluca. Este asentamiento son apenas una treintena de viviendas desperdigadas, partidas en dos por uno de los ríos pestilentes que bajan de la megacárcel de Bukele. Hay una sola calle de acceso a Cantarrana, que ahí muere; sin asfaltar, por supuesto.

Justo antes de llegar, una anciana camina con un huacal lleno de maíz en la cabeza; va al molino. Saludo, me presento, pregunto.

—¿Y acá en Cantarrana el río también está contaminado?

—Así dicen. Hoy nadie lava ahí, nadie se baña; sólo en la casa se bañan.

En el caserío, una pasarela peatonal permite atravesar el río. En todas las comunidades que he visitado me han comentado que el CECOT hace descargas antes del amanecer y/o entrada la noche; ahora, a media tarde, el agua corre turbia, con parches de espuma blanca, y el olor es fuerte.

En un predio en la ribera, Fátima Alvarenga y Carlos Ernesto Pineda, de 22 y 27 años de edad, están trabajando en un frijolar. Fátima me repite escenas que vengo escuchando desde ayer: pestilencias, algún que otro perro muerto, aguas inútiles para lavarse o para lavar… 

Carlos Ernesto escucha atento a unos metros y deja por un momento la pala dúplex con la que agujerea la tierra para contar algo que considera gracioso.

—La semana pasada vino a Cantarrana un vendedor de sandías y, como vio el agua correr, la agarró con las manos para lavarse la cara… ¡Jeiiiiin! ¡Hasta que sintió el patín! Ya le había pasado antes a otros, pero a este no le dio pena y nos pidió pasar a la casa para quitarse el mal olor.

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El presidente Bukele acompañado de su Gabinete de Seguridad durante un recorrido en el penal. Foto | Secretaría de Comunicaciones del Gobierno de El Salvador

Hoy sí, ruta al CECOT. Atardece.

Enciendo mi Kia Rio y salgo de Cantarrana con la sensación de que, tras dos días intensos de reporteo, me llevo mimbres para hilar una crónica digna que retrate las preocupaciones de la vecindad de la megacárcel de Bukele. Voy satisfecho.

El río excrementado que baja del CECOT a Cantarrana, y que desde acá enfila hacia el mar, es más directo, pero llegar en carro hasta el portón del penal son 3700 metros. Hasta las primeras casas de San Francisco Angulo cuento ahora uno, dos, tres ríos y riachuelos. Tres en apenas 800 metros. En verdad fluye mucha agua desde el altanero volcán Chinchontepec al océano Pacífico.

Justo ahora estoy pasando frente a la casa de Félix. “Con esta cárcel –me ha dicho esta mañana– van a suceder dos cosas: primero, vamos a sentir la contaminación que baja del CECOT en los ríos; y luego, se nos contaminará el agua subterránea, la que tomamos. Lo primero ya se ha cumplido”.

Continúo en primera y en segunda hasta la carretera principal. Derecha, 200 metros hasta la planta solar que singulariza este paisaje, cruzo a la izquierda, y ya estoy sobre la reluciente calle de acceso al CECOT. 

Voy con la grabadora encendida y digo esto: “A ver qué pasa, pero en esto del periodismo, como en la vida, a veces es mejor pedir perdón que pedir permiso”.

No he recorrido ni 100 metros, y un control militar: dos soldados con fusiles de asalto en una precaria caseta que les garantiza algo de sombra y poco más. Uno sale a mi encuentro, brazo en alto. Freno. Voy con los vidrios bajos.

—Buenas tardes, ¿se puede…?

—¿Adónde va? 

—Hola, muy buenas tardes. Mi nombre es Roberto y quiero acercarme al CECOT.

—No se puede– lacónico y firme el soldado.

—¿Nada?

—Nada.

—Estoy haciendo un reportaje sobre la contaminación de los ríos; vengo del sector de Angulo, de Cantarrana…

—Pero no se puede– lacónico y firme el soldado.

—Vaya… Gracias. Voy a dar la vuelta ahí delante.

Ha pasado lo que tenía que pasar. Me faltaba aún un kilómetro hasta el CECOT y, como es una cuesta algo pronunciada, ni siquiera he alcanzado a ver los muros o las torres de vigilancia.

Doy por cerrado el reporteo en Tecoluca, San Vicente. Atardece. Me regreso a San Salvador con la convicción de que la megacárcel de Bukele seguirá dando de qué hablar. Al tiempo.


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