La vida después del destierro: entre el abandono y las secuelas del encarcelamiento

Los presos políticos desterrados por el régimen deben lidiar con las dinámicas de un país al que no están acostumbrados. Tras los reflectores, el día a día consiste en un intento por rehacer sus vidas, sus trabajos y recuperar el tiempo que perdieron detrás de los barrotes de las cárceles de la dictadura Ortega-Murillo. Una tarea titánica que les consume y los deja, en su mayoría, en la disyuntiva entre sobrevivir o seguir haciendo activismo

Destierro
Ilustración por Divergentes

María Esperanza Sánchez sueña todos los días que está en Nicaragua. “Si a mí en ese momento (cuando la sacaron de la cárcel para desterrarla a Estados Unidos) me hubieran dado a elegir entre ir libre pero desterrada a Estados Unidos o de quedarme presa, yo me hubiera quedado presa”, dice vía llamada telefónica desde Houston, Texas, la ciudad en la que reside. Las razones para pensar así son muchas, pero lo que más le pesa es sostener una vida en un país muy ajeno a ella. Un idioma diferente al suyo, falta de empleo y de oportunidades, así como una salud delicada son los principales retos que ella, y otros presos políticos de su edad, deben afrontar tras casi siete meses de un destierro impuesto por la dictadura Ortega-Murillo. 

Esta mujer de 55 años siente que muchos han sido olvidados, que luego de aquel 9 de febrero, cuando la dictadura envió a Estados Unidos a más de 222 presos políticos que mantuvo en las celdas como si se tratara de un botín, ya nadie se acuerda de ellos. Y es que tras la liberación, las múltiples entrevistas que brindó a los medios de comunicación y la adrenalina de verse en una extraña y obligada “libertad” lejos de sus orígenes, el peso de la rutina y las responsabilidades del día marcan la vida de María Esperanza.

“Lo económico es lo más difícil”, afirma. Llegar a fin de mes para pagar una renta de un cuarto de 1,040 dólares es, a veces, una odisea. El espacio que consiguió para ella fue gracias a las redes de solidaridad que se establecieron tras la llegada de los excarcelados a Estados Unidos. De no haber sido así, hubiera sido imposible conseguir una vivienda, porque según explica María Esperanza, para todo se necesita un récord crediticio, y eso se consigue empezando a trabajar. 

La diáspora nicaragüense en Estados Unidos absorbió todo lo relacionado con la vivienda de la mayoría de los 222 presos políticos desterrados por la dictadura. “Lo que hicimos fue que un grupo de gente y organizaciones de la diáspora abrieran las puertas de sus casas, por un período de tres meses. Es muy difícil, porque la diáspora no estaba preparada emocionalmente para recibirlos”, remarcó Damaris Rostrán, una activista nicaragüense radicada en Estados Unidos desde 2022, que se dedicó a coordinar las redes de solidaridad para los desterrados políticos.

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Gracias a esa solidaridad entre los mismos nicaragüenses, María Esperanza ha logrado conseguir un pequeño empleo. La principal fuente económica de ella es un trabajo en una organización conformada por latinos que velan por los intereses de la comunidad en la que ella vive. Consiste en salir a realizar encuestas. La paga es de unos 20 dólares la hora. Recién ha iniciado en ello y eso le entusiasma. Fue una suerte encontrarlo, porque no tenía idea de cómo iba a pagar el mes de renta. El mes pasado recibió la ayuda de una organización con la cual logró solventar el gasto. Pero las ayudas no vienen todos los meses. 

Las secuelas de la prisión

La vida después del destierro: entre el abandono y las secuelas del encarcelamiento
Ilustración por Divergentes

María Esperanza todavía guarda secuelas de todo el tiempo que estuvo en prisión. El 26 de enero de 2020 ocurrió su captura. La dictadura la condenó por ​​tráfico de drogas, un delito que utilizó la Fiscalía para enmascarar los casos de presos políticos. Todo esto fue antes de que se aprobara la Ley de defensa de los derechos del pueblo, norma que tipificó la “traición a la patria”.

Durante todo el tiempo que pasó en la cárcel de mujeres “La Esperanza” hizo pequeños actos de resistencia que le sirvieron para “mantener vivo” su espíritu. Uno de ellos consistía en pintarse las uñas en azul y blanco –los colores de la bandera de Nicaragua– para demostrar que seguía en la causa que la llevó a ser una presa política. Pero las secuelas de una mala alimentación y las condiciones carcelarias han hecho estragos en su salud física.

Ella, y otros 221 presos políticos fueron enviados a Washington la mañana del 9 de febrero. Fue un acuerdo trazado entre la dictadura y el Departamento de Estado, a través de la embajada estadounidense en Managua. Esa madrugada, María Esperanza recuerda que la sacaron de su celda, junto a otras presas políticas, sin decirles que tomarían un vuelo sin retorno. “Todavía nosotros, por lo menos en mi caso, todavía tenía mucha fe de que iba a ver a mi familia, que iba a ver a una hija, que la tengo en un hospital”, agrega. 

Recuerda que vio el avión junto a otros reos de conciencia y su primer impulso fue llorar. “Ese momento fue duro. Por lo menos en mi caso, tres años y 15 días en una cárcel donde solo miraba a mis dos hijas muy de vez en cuando, y a mi hijo por el peligro de llegar a verme”, expresa todavía afectada emocionalmente por el recuerdo. 

Al llegar, los esperaban funcionarios estadounidenses, un puñado de nicaragüenses de la diáspora y la incertidumbre total. Llegaron al país bajo la figura del parole humanitario, una medida que, según Damaris, no representa una carga pública. “Es un término fuerte, pero es el que se usa. No podés ser una carga para el Estado con parole. Cuando venís como refugiado a Estados Unidos, tenés acceso a otras condiciones, como una vivienda por un período, un seguro médico, y escuelas de inglés. Es decir, vas a un proceso de inserción”, agrega. A pesar de ello, calcula que un 98 % de los desterrados cuentan con un permiso de trabajo. El reto está en conseguir un empleo.  

Tras su llegada a Estados Unidos el asma de María Esperanza empeoró, le detectaron problemas cardiovasculares y presión arterial. “Resulta que hace como unos dos meses me hicieron un ultrasonido, un ultrasonido que yo lo solicité tanto en el penal y la directora nunca le dio pase, y me lo vinieron a hacer aquí. En él aparece la glándula linfática de un tamaño más grande de lo normal. Hay momentos en los que hablo bien, pero hay momentos en los que lo tengo mayormente inflamado y se me corta la respiración. El especialista dice que hay que operar porque tengo coágulos de sangre”, relata.

No sabe cuánto costará la operación, pero sí sabe que barata no es. Teme no contar con el dinero suficiente para pagarla y que el seguro privado que decidió contratar no se la cubra. Todavía se requieren más análisis para tener la certeza de la operación.

Los días pasan y lo único que desea María Esperanza es que su salud mejore. Casi no le queda tiempo para pensar en su activismo, en reunirse con los grupos que en el exterior pretenden plantar cara a unos Ortega y Murillo que, a base de represión, se han fortalecido a unos límites insospechados. En el nuevo país en el que vive, el trabajo y los problemas personales consumen todo su tiempo. 

“Es una libertad, pero al mismo tiempo me siento presa porque yo no me puedo mover. Las distancias, los lugares… todo es tan largo”, reflexiona.

Excarcelado, pero con miedo

La vida después del destierro: entre el abandono y las secuelas del encarcelamiento
Ilustración por Divergentes

Javier*, de 54 años, tiene miedo a pesar de estar a miles de kilómetros de sus verdugos. No teme por él, sino por quienes se quedan en una Nicaragua cuya represión se ha extendido a los familiares y amigos de los presos políticos. Accede a esta entrevista con la única condición de que no se diga su nombre ni ningún detalle que lo identifique y que pueda poner en riesgo a su esposa y a sus hijos que quedaron en el país, y con quienes espera reencontrarse.

Javier vive junto a su hijo –que reside en Texas desde 2021– en un trailer de dos habitaciones y un baño por el que paga 1,000 dólares al mes. Es originario de Chinandega, departamento en el que ha vivido acostumbrado a la vida en el campo. Por ello, la mayoría de trabajos que ha conseguido después de su destierro el 9 de febrero de 2023 consisten en podar árboles o cortar el césped. 

No es nada fijo. A veces lo llaman cada dos días, una vez por semana, y con suerte, tres veces. También las horas y la paga varía mucho. De vez en cuando son 90 dólares al día, 100, 110. Depende de a quien le trabaje. A los gastos de la renta le suma los 70 dólares de una línea telefónica y la alimentación, y a duras penas le queda para darse un gusto.

Su hijo trabaja en un autolavado, donde la paga no suele superar los 11 dólares la hora. Son los tipos de trabajo que suelen hacer los migrantes latinoamericanos que llegan a Estados Unidos en busca de mejorar sus vidas. 

Pese a esa extraña libertad que consiste en no estar dentro de una celda, como en la que pasó 14 meses en Chinandega, Javier tiene miedo y no se siente libre. Sufre de ansiedad, insomnio y depresión. Cree que son las secuelas del encarcelamiento y las torturas psicológicas. Y también la incertidumbre de una nueva vida que apenas se dibuja. 

“Hasta el momento no ha sido posible adaptarme mucho al lugar, por el motivo de que la cultura es muy diferente a la de nosotros allá. Y en el caso del trabajo, aquí para todo tiene que tener un carro. A veces puede salir un trabajo regular, pero está en una zona que te queda a media hora de distancia en vehículo. Un Uber te cobra 20 o 30 dólares, entonces no te sale aceptarlo”, asegura vía llamada telefónica. 

A pesar del tiempo y de que la vida le exige meterse a una rutina para sobrevivir, todavía pasa horas pensando en Nicaragua, en su detención, en los meses de privación de libertad. El 6 de noviembre de 2021 dos agentes policiales llegaron a su casa a preguntar por él. Luego, toda la casa estaba rodeada de antimotines. Lo llevaron preso y fue procesado por ciberdelitos y propagación de noticias falsas, una de las leyes represivas que ha utilizado la dictadura para encarcelar a sus críticos.

En todos esos meses fue sometido a una serie de interrogatorios en el que se le cuestionaba por qué publicaba cosas en contra del régimen. Algunas de esas publicaciones sirvieron como “pruebas” en su juicio espuria. 

No obstante, hay una idea que todavía lo impulsa a mantener las esperanzas. Ha escuchado que en un país como Estados Unidos a veces lo mejor es emprender. Por ello, quiere poner una comidería de sabor nicaragüense. Es un sueño que le hace pensar que así podrá mejorar su situación económica y salir adelante. “Lo quiero hacer cuando pueda estar mi esposa conmigo. Tengo la esperanza que pronto podremos estar juntos”, asegura.


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