La “desesperación” obliga a huir a los nicaragüenses hacia las garras del narco en México

Una familia huye de la dictadura Ortega-Murillo para caer en las garras del crimen organizado en una de las 10 ciudades más peligrosas del mundo. Los secuestros y tráficos de migrantes acaparan los titulares de noticias en Ciudad Juárez y revelan un camino atroz, en que las personas son vistas como mercancías. De fondo, huyen de una Nicaragua cada vez más insegura, en la que no se puede ejercer libertades de expresión ni de culto, y donde el desempleo campea

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Ilustración de Divergentes

Antes de que el semáforo se pusiera en verde, Kathye intuía que estaba a punto de vivir el peligro más grande de su vida. Era una sensación extraña, que le acompañó desde el momento en que su familia le dijo a ella y a sus dos hijos que cruzarían hacia Estados Unidos por Ciudad Juárez. Escuchar eso no le gustó. En Facebook, en todas partes, había leído que esa urbe mexicana es una de las más violentas de todo el territorio. Incluso una de las diez del mundo. En Juárez se registran 80 homicidios mensuales, según datos del Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal.

Por ello, la mujer pasó incómoda todo el viaje. Previo a llegar a ese semáforo que cambiaría su vida, el chófer del bus en el que iba ella y una veintena de migrantes –la mayoría de ellos venezolanos– les dijo que cambiaría de unidad por un “desperfecto mecánico”. “Yo sentí que el primer bus que abordamos estaba bien. No entendía por qué nos dijeron que estaba dañado y nos hicieron cambiar de transporte”.

Todos se movieron a la nueva unidad, pero eso no tranquilizó a Kathye, quien llevaba consigo a sus dos hijos, un niño de 4 años y una niña de apenas doce meses. Una mujer venezolana, que también intentaría cruzar hacia Estados Unidos, le confirmó ya en el nuevo bus que no era la única que temía lo que estaba ocurriendo. “Mana, esto está raro”, le dijo con un tono de voz bajo, también temerosa. 

“Bajé a todos los santos del cielo. Yo le oraba a Diosito. Me acuerdo que mi hermana me puso un mensaje antes de lo sucedido”, relata.

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–¿Cómo vas? –le escribió su hermana a su teléfono.
–Dejame que llegue a la estación de Juárez –respondió Kathye, que para entonces tenía 28 años y huía a finales de agosto de 2022 de una Nicaragua gobernada por el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo. 

Cuando levantó la cabeza del celular y avanzaron unos cuantos kilómetros hasta llegar a una intersección con un semáforo en rojo, inició la pesadilla de su vida. La luz se puso en verde, pero el bus no avanzaba. Iba en la segunda hilera del transporte, por lo que la visión de la calle era total.

Huir para caer en las garras del narco

La “desesperación” obliga a huir a los nicaragüenses hacia las garras del narco en México

La huída masiva de nicaragüenses por una de las rutas más peligrosas del continente pone en relieve la asfixiante situación que se vive en el país. Aparte de la situación económica, la represión ha llegado a puntos álgidos desde el 2021: cierres y confiscaciones de universidades, persecución religiosa, encarcelamiento, muerte civil; son algunas de las tácticas represivas que ha empleado la dictadura sandinista para mantenerse en el poder.

“La gente no puede expresar sus opiniones políticas y esto se ha agudizado a lo largo del tiempo con el tema de las restricciones a las creencias religiosas y a la profesión de la fe. La gente siente que no puede hacer nada, que no tiene libertad en Nicaragua”, explica Elvira Cuadra, socióloga, directora del Centro de Estudios Transdisciplinarios de Centroamérica (Cetcam) y experta en temas de seguridad.

Por ello, Kathye salió de Nicaragua el 22 de agosto de 2022 en medio de una estampida de nicaragüenses que han decidido huir al norte para librarse de la debacle que es el país de Ortega y Murillo. Ella y su esposo, Shelby, de 38 años, son originarios de Bilwi, un municipio ubicado en el Caribe de Nicaragua. Pero ambos vivieron desde su niñez en la capital. 

Shelby huyó el 11 de febrero de 2022, harto de que los miembros del Consejo del Poder Ciudadano (CPC), un organismo de control territorial al estilo de los Castro en Cuba lo tacharan de opositor y no le permitieran vivir en paz. Él, como muchos, había participado de las protestas de 2018, manifestando su descontento públicamente hacia la gestión de la pareja presidencial. Con el tiempo, a medida de que la represión se fue agudizando, los miembros del partido no le quitaban los ojos de encima. Los aislaban de la comunidad por pensar diferente. Por ello decidió irse del país y buscar una nueva vida en Estados Unidos, para luego mandar a traer a su esposa y a sus hijos. Finalmente lo hizo. En agosto de ese mismo año juntó el dinero y le dijo a su pareja que se fuera también. En Nicaragua, la vida no era vida.

La vigilancia y el espionaje político son algunas de las causas principales que atormentan a los nicaragüenses y que les obliga a salir del país, acompañado de las escasas perspectivas económicas. “Basta que uno tenga algún tipo de animadversión o sospecha que los puede colocar como blanco”, comenta Cuadra vía llamada telefónica desde San José, Costa Rica. Ella ha vivido en carne propia un exilio por ser una de las voces académicas que ha estudiado y analizado el fenómeno de la represión sandinista en la sociedad nicaragüense. 

Kathye salió el 22 de agosto de 2022. Todo iba bien, hasta que puso un pie en Ciudad Juárez. Salió de Managua junto a su hermano mayor y sus dos hijos. Todos juntos. Llegaron a Chiapas con relativa calma. Se movieron hasta San Pedro Tapanatepec, un poco más al norte, donde les dieron una forma migratoria para continuar por todo México. Arribaron a la Ciudad de México a los pocos días, para luego internarse a las rutas más peligrosas, al temido norte azteca en el que la ley que impera es la del crimen organizado. 

“El que se mueva, lo mato”

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Cuando lo narra, parece que todo ocurrió lento. Que el semáforo pasó mucho tiempo en verde, que el bus tardó siglos en arrancar; pareciera que a Kathye le hubiera dado tiempo de bajarse y huir en cuanto las cosas se pusieron extrañas. Pero no, todo fue demasiado rápido, como una secuencia de acción.

De pronto, una camioneta negra se detuvo al lado del bus, unos hombres bajaron de ella y uno de ellos, encapuchado, golpeó la puerta. ¡Pum, pum, pum!, “Ábreme la puerta”, le gritó al conductor. En ese instante los hilos de la vida de Kathye cambiaron de rumbo, se movieron a una nueva realidad insospechada y desconocida. Todo cuanto sabía y se esperaba se desmoronó.

El chofer abrió la puerta y el encapuchado se subió con un arma larga. Iba vestido todo de negro. Al entrar lanzó la máxima que se suele decir en todos los secuestros: “el que se mueva lo mato”. Nadie se movió de su asiento. Kathye pensó que sería un robo, que se llevaría todo lo que quisieran y hasta ahí. Uno de tantos que sufren los migrantes en el camino terrorífico por México. Son tan comunes que la mayoría de ellos los narra con levedad, como si fuera parte del trayecto. Todo quedaría en una anécdota más, que se contaría sin más en reuniones con amigos y familiares. Pero en esa ocasión no se trataría de solo un robo. Era un secuestro. 

Todos se bajaron y de inmediato el grupo de migrantes fueron repartidos en dos camionetas, con los vidrios polarizados. La familia de Kathye fue subida a un mismo vehículo. Les quitaron sus celulares y los apagaron. En ese momento Kathye se dio cuenta que no era un robo, que la anécdota que contaría de su paso por México –si lograba salir de esta– no sería narrada a la ligera. A Kathye le tomaría meses, y muchas citas psicológicas, contar nuevamente este episodio. 

–¿De dónde son ustedes? –preguntó uno de los secuestradores.
–De Nicaragua –respondió el hermano de Kathye. 
–¿No son cubanos?
–No, somos nicaragüenses. 

Mientras su hermano respondía a todas las preguntas y trataba de mantener la calma, ella lloraba. “Ya deja de chingar”, le decían los hombres. 

“Yo me sentía nerviosa, yo temblaba de miedo. En ese transcurso llegamos a un camino de tierra, de puro polvo, tipo el desierto. Nos metieron a una casa. Las paredes eran de barro. Y nos comenzaron a quitar las cosas, los bolsos. A mi me quitaron todo el dinero que llevaba. Me dijeron que me quitara la ropa para ver si no andaba nada metido. A mi me comenzaron a tocar. A mi niña no la revisaron”, narra la mujer. 

En esos parajes marrones, los encerraron a todos en una casa con cadenas en las puertas. Sin teléfonos, sin ninguno de sus objetos personales. Así pasaron un día, luego dos, hasta que tras varias horas de llanto de su hija pequeña, le permitieron sacar una pacha de leche de sus pertenencias. 

Ese día, los hombres abrieron las cadenas y les dijeron que podían salir a bañarse. Eran varios, encapuchados, de negro. No había duda. Estaban en las manos de un cartel. Estaban en las manos de un grupo del crimen organizado que, en esta zona de México, opera de esta forma. Según datos del informe sobre la Situación que Guarda el Tráfico y el Secuestro en perjuicio de las Personas Migrantes en México de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), en la última década más de 70 mil personas migrantes fueron víctimas de tráfico y secuestro en el país. La mayoría de los casos suelen quedarse en la impunidad, ya que los migrantes salen con un temor absoluto a denunciar, y la confianza hacia las autoridades mexicanas es mínima.

“Si mirabas hacia arriba de la casa sólo había montañas, como riscos y nada más. En esos cerros también se miraban hombres. En ese momento le dije a mi hermano ‘de esta no vamos a salir’”, relata Kathye. “Yo solo era de llorar, y él me decía ‘controlate, controlate, no permitas que los nervios te ganen. Acordate que andamos con los niños’. Yo decía que nos iban a matar”, recuerda.

Una de las razones que Elvira Cuadra identifica sobre por qué los migrantes suelen tomar grandes riesgos recae en una palabra: desesperación. Desesperación por salir de un país en el que las perspectivas de vida se esfuman. “Es decir, están valorando entre una situación desesperada y un riesgo que es probable, pero del que no hay seguridad, en el sentido de que puede que no le suceda”, explica Cuadra.

Por su parte, el economista y analista político Eliseo Núñez, agrega que a pesar de que la mayoría de los migrantes en esta última oleada que inició en 2021 salieron del país por razones económicas, en el fondo prima un trasfondo político. 

“Si vos vivís en un país donde necesitás que te enroles políticamente para poder conseguir oportunidades y donde la corrupción es de tal magnitud que solamente quienes están alrededor del régimen puedan obtener algún tipo de beneficios, o un país en el que si vas a formar una empresa también tenés que pagar coima al Estado, que si vas a hacer cualquier actividad productiva o vas a ir a buscar trabajo necesitás ir a la Policía por un récord, y si no sale limpio tenés que ir donde el comisario político a pedir permiso… todo estos son problemas que recaen en lo político y al final te obligan a abandonar el país”, explica Núñez.

La llamada

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Shelby estaba bien establecido en Seattle, Estados Unidos. En los últimos meses le había ido bien. Hacía el trabajo que le saliera: construcción, carga, lo que fuera. Su plan era ahorrar todo el dinero para mandar a traer a su esposa y a sus dos hijos. El 22 de agosto supo que salieron y llegaron a México, pero cuando se dirigían a Ciudad Juárez ya no supo más. Una llamada le confirmó sus peores temores. 

“Me dijeron que los tenían y que tenía que pagar 20 mil dólares a todos, que si no, los iban a ejecutar”, dice Shelby, al borde de las lágrimas. Recordar todo aquello lo sacude por dentro. En el teléfono, su primer impulso fue preguntar de dónde iba a sacar ese dinero. “Tenemos que ver tu interés, si vas pagando te lo dejamos a menos”, le espetó el criminal.

Shelby, en una semana, logró conseguir y depositar 10,000 dólares. La promesa era que si pagaba la mitad, los del cartel los iban a cruzar a todos y se los iban a dejar en San Antonio, Texas. Acordaron día y fecha para la entrega. Shelby tomó un vuelo de inmediato.

Desesperado, Shelby se movió y buscó ayuda por todas partes. A través de organizaciones mexicanas circuló la imagen y la información de su familia, mientras seguía pagando y mantenía las esperanzas de que los secuestradores fueran de palabra. 

Pero en la casa de secuestro, las esperanzas de Kathye de salir eran muy escasas. 

Cuando enfermarse es “un milagro”

Después de seis días secuestrados, y varias promesas de que iban a salir pronto, de que ya los iban a liberar para que cumplieran “su sueño”, es decir, tras seis días de falsas promesas, ocurrió algo inesperado. El hijo de 4 años de Kathye fue poseído por una fiebre altísima que lo hacía delirar. “Yo no te puedo decir de cuánto era, porque no teníamos nada ni nos hacía la medición, pero no tengo duda de que era más de 40”.

Uno de los hombres le dijo a uno de los jefes que uno de los niños estaba con fiebre. “Así no nos sirven”, le manifestó. Los secuestradores accedieron a pasarle paños húmedos a Kathye para que se los pusieran a ambos, debido a que la niña también empezaba a tener síntomas similares.

A las 9:50 de la noche decidieron sacarlos y llevarlos a un doctor en la ciudad, porque los malestares empeoraban con las horas. Los subieron a todos en un vehículo y los llevaron a un centro de salud. 

“En ese momento, un doctor ve a los niños. Nos preguntaba cosas y no decíamos nada. Teníamos miedo. La consulta terminó y a los niños les detectaron una infección pulmonar provocada por alergias. Nosotros no queríamos salir, pero afuera estaba uno de los hombres esperándonos para llevarnos de regreso. En eso, el guardia de seguridad de la clínica nos ve y nos pregunta qué tenemos. No queríamos responderle, pero mi hermano le dice simplemente que no podíamos hablar, que él también puede estar en peligro. Creo que supo en la situación que estábamos”, narra Kathye.

El guardia empezó a hacer un plan. Les dijo que no salieran de la clínica, que él iba a decir que el doctor había dado la orden de que permanecieran internados toda la noche porque los niños estaban muy enfermos. Y que a las seis de la mañana estuvieran atentos para huir. 

Kathye no puede describir lo que sentía. Temía por su vida y por la de sus hijos y su hermano. Sabía que con esa gente no se podía jugar y que lo que estaban a punto de hacer podía poner en peligro sus vidas. A las seis, el guardia les abrió la puerta trasera de la clínica, donde suele entrar el personal y las entregas. Una doctora se bajó de un taxi particular, y de inmediato, sin que diera tiempo de hacer más, se subieron a él y le pidieron al conductor que los llevara de inmediato a una oficina del Instituto Nacional de Migración (INM). 

“El señor del taxi solo nos miró por el retrovisor y se persignó”, relata Kathye. En Ciudad Juárez, todos los habitantes entienden de señas. No hace falta explicar nada. 

La huida

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Llegaron a Migración y pidieron ayuda. Les explicaron que estaban secuestrados, que acababan de huir de sus captores. Los atendieron y le prometieron protección. Hubo un alivio en Kathye, quien pidió prestado un teléfono para llamar a su cuñada, la hermana de Shelby. Era el número que tenía en su mente. 

A los pocos minutos, habló con su pareja. Lo único que le pidió es que la sacara de ahí. De inmediato. “Le dije que yo no me quería morir”.

Shelby había llegado antes a San Antonio, donde supuestamente le iban a entregar a su familia. Pero cuando trató de comunicarse con el secuestrador, lo bloquearon. Entró nuevamente en desesperación. En su paso por México conoció a Cecilia Zeledón, una nicaragüense que ha vivido en México durante 43 años y, desde Puebla, coordina todo tipo de ayuda para migrantes. A Cecilia le conmueve hasta llorar las historias de los nicaragüenses que huyen de un país destruido, similar al que ella huyó tras el triunfo de la Revolución en 1979. Su padre era funcionario somocista, ella tenía 17 años y terminó convirtiéndose en México en una zapatista, una militante de izquierda, pero crítica hacia los regímenes autoritarios como el sandinista. 

Luego de que Shelby logró hablar con su pareja y supo que estaba bien y libre, su primer impulso fue llamar a Cecilia, ella lo podía ayudar. Juntos, hicieron que un albergue en Ciudad Juárez llamado Pasos de Fe, dirigido por un pastor cristiano los recibiera. En ese lugar pasaron cuatro meses más.

La libertad

Kathye recibió atención psicológica al igual que sus hijos y su hermano en todo ese tiempo. Pero el miedo y la animadversión hacia el lugar en el que estaban les hizo no querer salir bajo ninguna circunstancia. No salían jamás del albergue. No hablaban con nadie. Tenían mucho miedo. 

Un 11 de diciembre cruzaron hacia Estados Unidos. Lo hicieron gracias a la gestión que hizo el albergue, pues uno de los acuerdos es priorizar casos delicados y de verdadera emergencia para que puedan tener una cita con las autoridades estadounidenses en el puesto fronterizo más cercano, sin necesidad de cita.

Shelby y Kathye se reencontraron en diciembre, y están reconstruyendo sus vidas. Pero no es fácil. Ella no puede dormir si no es con medicación. Su hijo pequeño le teme a los hombres y a las personas con un acento diferente al de su familia. Kathye le ha intentado explicar que no todos son malos, que en el lugar que ahora viven –el cual no quiere que se mencione por seguridad– hay muchos mexicanos buenos y trabajadores. No todos son como los hombres “de negro” que los mantuvieron secuestrados durante esa semana de terror.


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