Voy a decirlo de entrada: Llamar o reconocer como reforma constitucional a lo que lisa y llanamente es un autogolpe de Estado que entierra las ruinas que quedaban de la Constitución, es reconocer la voluntad de la tiranía bicéfala como fuente de poder. Y abonar a su legitimación.
¿Qué es un golpe de Estado? Se trata de una acción política mediante la cual una persona o un grupo de personas, por sí y ante sí, sean civiles o militares, pero siempre con el respaldo de la fuerza, se arrogan el control total de las instituciones públicas, imponen su voluntad como fuente de derecho y administran a su arbitrio los derechos y libertades ciudadanas. Es lo que está ocurriendo en Nicaragua.
¿Por qué no debemos ni siquiera llamarlas reformas constitucionales?
Se reforma lo que existe. Y Ortega ya se había encargado de desmantelar, sistemáticamente, la Constitución Política. Quedaban únicamente algunas ruinas o retazos que ahora termina de arrasar con el adefesio presentado a sus sirvientes en la Asamblea Nacional.
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De manera pública, descarada y descarnada, desde hace años Ortega venía demoliendo, andamio por andamio, ladrillo por ladrillo, el marco jurídico constitucional. Fraudes electorales, asesinatos a mansalva o selectivos, destitución arbitraria de funcionarios públicos, confiscaciones, uso y abuso del poder político para apropiarse de bienes estatales o consumar estafas masivas, ocupación de universidades privadas, persecución religiosa, tráfico transnacional de personas, destierros, impunidad flagrante, anulación de derechos laborales, encarcelamientos por razones políticas, clausura de medios de comunicación, nombramientos ilegales, torturas y tratos infamantes, usurpación de funciones, cancelación de personalidad jurídica a organizaciones gremiales y civiles, lavado de capitales ilícitos al amparo del poder, extorsión, despojo de nacionalidad, para mencionar algunas “prácticas”.
Sus actuaciones, por regla general, han sido en violación a disposiciones expresas de la Constitución o de las leyes, o ejecutadas sin trámite judicial o administrativo alguno.
¿Qué quedaba de la Constitución y del marco legal? Casi nada.
En definitiva, ¿qué pretende con el adefesio publicado?
Primero, que atribuyamos legitimidad a la voluntad despótica de la tiranía bicéfala, por más demencial o totalitarias que sean sus medidas. Segundo, que reconozcamos ropaje institucional a una repartición conyugal en el ejercicio del poder. Tercero, que admitamos desde ya la sucesión dinástica. A este respecto, se sabe que Ortega había asumido con Murillo el compromiso de que ella sería candidata presidencial en 2026 y, obviamente, “electa” como su sucesora.
También se sabe que Ortega había comenzado a compartir con algunos círculos su intención de no soltar las riendas y lanzarse nuevamente en el 2026. Los mismos círculos que filtraron esta información tenían la expectativa –y algunos hasta temores– de un choque político que desde la alcoba retumbara en el resto del país. El adefesio pretende encubrir con ropaje seudo legal lo que a todas luces es una transacción conyugal sobre reparto del poder.
Pero hay algo igualmente asqueroso: El vulgareo. Aun en las dictaduras se busca guardar algunos gestos, entre ellos el reconocimiento, al menos formal, a la Constitución como ley fundamental. La dictadura bicéfala, ruda y crudamente basurea la constitución y el marco legal.
Porque seamos claros, señoras y señores: Pretender otorgar rango constitucional a las meadas, como literalmente se consigna en el adefesio publicado, y que nosotros le reconozcamos estatus constitucional, es sencillamente deslizarnos por la pendiente del cretinismo. Denominar reforma constitucional al pisoteo a los símbolos nacionales, o a la pretensión delirante de colocar en el pedestal constitucional a Fidel Castro, o admitir ropaje legal a los asesinos organizados en bandas paramilitares…¡Por favor! No me vengan con que eso tiene algún ribete de respetabilidad. ¡Es vulgareo puro y duro!
Alguien podría agregar que el adefesio también es la confirmación de que Nicaragua se encuentra en manos de mentes enfermas y perversas. Y yo estaría de acuerdo.
Y aquí hay algo que parece superfluo, pero que en realidad tiene importancia política capital: El lenguaje. Al final, el lenguaje no solo denomina los hechos y objetos a que se refiere, sino que termina fusionándose con el objeto o hecho denominado. Es precisamente una de las funciones sociales que al final cumple el lenguaje. Por ello, utilizar o seguir utilizando la expresión “reformas constitucionales” es abonar a su legitimación o reconocimiento social y político, nos parezca o no nos parezca, lo creamos o no lo creamos.
Con todo, más allá de lo asqueroso de este episodio, y la vergüenza que provoca, representa una oportunidad de concertación de grupos, organizaciones, liderazgos y ciudadanía democrática. Al menos una concertación básica inicial: El repudio al adefesio y la constatación de que en Nicaragua dejó de existir constitución que respetar, o marco jurídico que acatar. Sencillamente, no hay ley. Por ende, no tenemos nada que respetar.
Sólo queda paseándose desnuda a pleno sol y a media calle la voluntad despótica de la tiranía bicéfala.
ESCRIBE
Enrique Sáenz
Es licenciado en Derecho y licenciado en economía, y cuenta con estudios superiores en Ciencia Política (Universidad Simón Bolívar, Caracas) y estudios superiores en Historia Latinoamericana (UNAN, Managua). Fue diputado de la Asamblea Nacional de Nicaragua (2007-2016) y gerente de proyecto para asuntos de cooperación y gobernabilidad en la Delegación de la Unión Europea para América Central en Managua. Se desempeñó también como Director Ejecutivo de la Fundación Siglo XXI (1996-1997) y Oficial Ejecutivo en la Representación del PNUD en Nicaragua, entre otros puestos en el gobierno de Nicaragua y organismos regionales.