Allá, donde el calor húmedo parece hervir el tiempo y el rugido de las olas se mezcla con los silbidos del viento a través de los bosques, yace la Costa Caribe de Nicaragua.
Es un extenso paraíso atravesado por el serpenteante Wangki, que cruza llanos, selvas y cerros hasta que sus aguas bermejas se mezclan con la espuma blanca de las costas del mar Caribe.
Los pueblos indígenas, guardianes de estos territorios ancestrales, han vivido por siempre en esa extraña confluencia entre agradecer la bondad de la naturaleza y respetar con profundo temor los feroces vientos oceánicos que por generaciones han azotado la vida en estos confines.
Los más viejos oyeron a sus ancestros hablar de Prahaku, que en miskito significa el Dios de las Nubes, del Espacio y de los Vientos Arremolinados. Sabían de su presencia con solo ver el cielo y sentir el aire. “Pasa ai prauka plikisa”, decían: “El viento se está poniendo bravo”. Y sabían qué hacer.
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Y después exhalaban agradecidos cuando caía el último día de Yahbra kati, que en miskito significa Mes de los Vientos, Mes de Noviembre.
“Nuestros ancestros aprendieron a convivir con los vientos y el mar. Sabían que del mar podía venir tanto la vida como la muerte, con sus vientos y sus grandes olas”, dice don Nelson, un septuagenario miskito que lleva dos años y siete meses haber visto por última vez el río Wangki.
“Nuestra comunidad sabía qué hacer y adónde ir y no le temía a la oscuridad de los cielos cuando se terminaba el tiempo de las lluvias…”, rememora con ese pausado ritmo de los viejos al hablar.
Un miedo que viene de los caminos
Ahora las nuevas generaciones no saben qué hacer ante este nuevo miedo que ha invadido las comunidades con ruido de botas, motores y disparos.
En las comunidades hablan con temor de los grupos de hombres armados con sierras, mapas y camiones que rugen abriendo caminos donde antes había senderos.
Don Nelson huyó de ellos; cruzó el río Coco hacia Honduras con una parte de su familia en 2021 y desde entonces no volvió a acercarse por temor a que lo asesinen, como a dos parientes suyos en Kiwas Tara, río Coco abajo, donde vivió gran parte de su vida.
“Fueron los españoles y los del Ejército”, acusa don Nelson, miskito nicaragüense exiliado en Honduras, a quien una organización no gubernamental pidió proteger su verdadera identidad para evitar riesgos y represalias en algún momento que tenga que regresar a su comunidad.
Su historia es un terror común en aquellos territorios: los “españoles”, a como llaman los autóctonos a los mestizos, llegaron armados en pequeños grupos a asentarse en las periferias de las comunidades donde don Nelson y su familia vivían desde siempre.
Primero botaron los árboles más grandes y vendieron la madera. Luego llegaron más hombres, con más armas y sierras, y se metieron más dentro de la comunidad. “Los fuimos a correr y nos agarraron a balazos”, recuerda.
Ya luego pasó lo peor: quemaron sus sembradíos y los ranchos de paja rústica; envenenaron a los perros de caza de las familias y un mal día mataron a dos muchachos de la comunidad que se alejaron de sus casas siguiendo las huellas de un chancho de monte.
Cataclismos y tragedias
En la vasta y exuberante Región Autónoma de la Costa Caribe de Nicaragua (RACCN), los pueblos indígenas han sobrevivido a la furia de decenas de huracanes a lo largo de su historia.
Solo entre 2007 y 2024, que es el periodo en que Ortega lleva atornillado al poder, la zona ha sido golpeada por cuatro huracanes e incontables tormentas tropicales.
Más atrás en el tiempo, desde 1979, el recuento de huracanes azotando la Costa Caribe de Nicaragua es de 10 en distintas categorías de destrucción.
Estos eventos de cataclismo son recurrentes debido a la ubicación geográfica de la Costa Caribe de Nicaragua, que se sitúa frente al llamado “corredor de los huracanes” del Atlántico.
Sin embargo, en criterio de Ross, defensora de los derechos indígenas desde la clandestinidad en Nicaragua, hay un “fenómeno” que ha arrasado más que los vientos huracanados: la política represiva del régimen de Daniel Ortega.
Este fenómeno político ha devastado no sólo sus tierras y medios de vida, sino algo mucho más profundo y difícil de reconstruir: el tejido social y cultural que mantenía unidas a estas comunidades desde hace siglos.
“En la cultura de los pueblos indígenas se enseña desde siempre el respeto por todos los fenómenos de la naturaleza, incluidos los huracanes que son comunes en nuestra historia”, explica Ross.
“Sin embargo, nada los había preparado para la destrucción de sus modos de vida”, denuncia Ross, activista de derechos humanos y exfuncionaria de una organización civil que la dictadura de Nicaragua eliminó en 2022.
Desde entonces, lleva casi tres años viviendo fuera de su comunidad debido a amenazas de la policía sandinista.
“Ortega, en 17 años de dictadura, ha logrado lo que siglos de huracanes no habían podido: desarticular a las comunidades y someterlas a una cohabitación forzada con invasores mestizos que garantizan los planes extractivistas del Gobierno y el control social de estas etnias”, denuncia Ross.
Nadie se salva de la desgracia política
Para ella, ni miskitos, ni mayangnas, ni ramas, ni garífunas ni afrodescendientes, han salido ilesos de las medidas destructivas del régimen.
“Si no les quitan sus tierras o les invaden sus territorios, les arrebatan sus derechos. Imagínate qué clase de colonización estamos viviendo que en el islote Rama Kay, donde viven unos 200 Ramas, les impusieron una estación de policía y un puesto de la naval”, denuncia.
“Ya viste lo que pasó en Bluefields, cancelaron la iglesia Morava que es la principal representación religiosa de los afrodescendientes del Caribe Sur”, señala.
Y enumera que en las comunidades en El Rama, Nueva Guinea, El Ayote, Paiwas, Muelle de los Bueyes y El Tortuguero, al menos 12 pequeñas iglesias católicas y evangélicas no tienen sacerdotes, ni pastores.
“Han huido por la represión. Los policías no respetan si sos católico o evangélico o moravo, si sos miskito o afrodescendiente, llegan a callarte o expulsarte”, denuncia Ross.
Devastación institucional: 66 ONG eliminadas
Uno de los pilares fundamentales de la resistencia indígena en los últimos años ha sido la existencia de las Organizaciones No Gubernamentales (ONG) locales que luchaban por proteger los derechos territoriales, la cultura y la vida comunitaria.
Desde el inicio de las protestas sociales en Nicaragua en 2018, el régimen de Ortega ha clausurado más de 5500 organizaciones de la sociedad civil en todo el país. De estas, 66 operaban en el Caribe nicaragüense.
Según Tininiska Rivera, defensora de los derechos de los pueblos indígenas e hija del líder indígena desaparecido Brooklin Rivera, “la destrucción de estas organizaciones es un acto deliberado de genocidio cultural”.
Ella relata que el cierre masivo ha tenido consecuencias negativas para monitorear el impacto de la represión estatal y la invasión de los colonos en las comunidades indígenas.
“Organizaciones que trabajaban en la defensa de los derechos humanos, la protección del medio ambiente y el desarrollo social fueron desmanteladas bajo pretextos legales como el incumplimiento de regulaciones fiscales. El objetivo es silenciar las denuncias sobre los crímenes”, denuncia Rivera.
Ross comparte el mismo criterio: “Su misión es borrar nuestra identidad y silenciar nuestras voces. Las ONG y las iglesias eran el único canal para defender a las familias indígenas de los abusos”.
Las víctimas directas de estos cierres son familias pobres, mujeres que recibían beneficios de salud, productores indígenas y guardianes de los recursos naturales.
Ross narra que en un solo proyecto que ella monitoreaba, al menos 22 adolescentes víctimas de abusos sexuales recibían atención psicosocial para sobreponerse del daño emocional y físico causado por la violencia sexual.
“¿Dónde estarán ahora esas muchachas? Quizás reviviendo el trauma de los abusos o volviendo al ciclo de la violencia”, especula.
Más de 600 violaciones y crímenes en 2024 sin resolver
El año 2024 ha sido especialmente brutal para los pueblos indígenas de la Costa Caribe.
Según informes presentados por organizaciones de derechos humanos a la prensa independiente de Nicaragua, durante los primeros seis meses del año se documentaron 643 violaciones de derechos contra comunidades indígenas en la RACCN.
Las víctimas suman 682 personas; entre los casos más graves se incluyen cuatro asesinatos, 74 desplazamientos forzados, 49 usurpaciones de tierras, 10 violaciones sexuales y 39 agresiones físicas y psicológicas contra mujeres indígenas.
Los demás casos reportados son amenazas, persecución de colonos, policías o militares a indígenas considerados “opositores”; destrucción o robo de cosechas y animales; destrucción y contaminación de sus parcelas, intimidación y estigmatización, entre otros.
Keyla Chow, activista y representante del Bloque Costa Caribe Nicaragüense en el exilio, señaló en una conferencia en San José, Costa Rica, que de los 643 hechos violatorios documentados en 2024, ninguno había sido llevado a juicio.
“La impunidad es total”, denunció el pasado 9 de agosto, en el marco del Día Internacional de los Pueblos Indígenas.
“Aquí no pasa nada”, dice el régimen
En el discurso oficial del régimen de Nicaragua, la Costa Caribe de Nicaragua es un paraíso de paz y seguridad.
En su Informe Nacional enviado al Consejo de Derechos Humanos con miras a la cuarta evaluación del Examen Periódico Universal (EPU) en noviembre de 2024, el régimen sandinista destacó como “avances”, la titulación de tierras en el Caribe de Nicaragua.
El informe subraya que desde 2007 se han titulado 23 territorios indígenas y dos áreas complementarias, abarcando un total de 38 426 kilómetros cuadrados.
“Estos títulos han beneficiado a 315 comunidades de pueblos originarios y afrodescendientes, reconociendo el pleno dominio comunitario sobre las tierras y los recursos naturales contenidos en ellas, inscritos en el Registro Público de la Propiedad”, alega el oficialismo.
Un Estado cómplice de la violencia
Sobre este punto, Anexa Alfred Cunningham, experta en derechos de los pueblos indígenas del Mecanismo de Expertos de la ONU, señala que, aunque el Estado ha avanzado en la demarcación de territorios indígenas, no ha garantizado los derechos de las comunidades a habitar en paz esos espacios.
“El Gobierno de Ortega ha permitido, e incluso fomentado, la invasión de tierras indígenas por parte de colonos armados, en su mayoría vinculados a actividades como la ganadería extensiva y la minería”, dice la experta.
Este proceso ha causado desplazamientos masivos y destrucción ambiental sin precedentes en el Caribe de Nicaragua.
Según datos de las organizaciones indígenas, desde 2015 más de un millón de hectáreas de tierras indígenas han sido invadidas, deforestadas y usadas para labores de ganadería; más de 4000 indígenas han sido desplazados de sus comunidades ancestrales y al menos 2000 se han exiliado en Honduras y Costa Rica.
La vida que se perdió y el objetivo de la guerra contra los indígenas
Don Nelson conoció el paraíso y el infierno en sus 70 años de vida en los territorios heredados por sus ancestros en las periferias del majestuoso río Wangki.
¿Cómo era la vida antes de los colonos y qué se ha perdido con los años de conflicto?
“Lujo y desarrollo, como se piensa en el Pacífico, nunca ha existido. Lujo era tener un radio de batería y conseguir azúcar blanca”, cuenta.
Sin embargo, dice que la vida de las familias era sencilla en extremo, muy pobres pero libres para desplazarse y profundamente ligados a la naturaleza.
Para ellos, la naturaleza no era solo un paisaje. Era madre, padre y hogar. El río y sus manantiales les quitaban la sed e irrigaban sus siembras; el bosque les proveía leña, animales de caza y medicinas naturales.
Vivían de lo que cazaban y pescaban, cultivaban granos y legumbres con el sol como aliado y por las noches podían dormir tranquilos en la oscuridad de la selva. “Lo bello que era salir de caza durante leguas sin miedo a toparte a un español con AK”, narra.
Por décadas compartieron esos territorios con otras etnias y razas, en paz la mayor parte del tiempo, respetando los límites que la naturaleza y las leyes que los ancianos habían puesto entre ellos.
Sabían que la tierra no se poseía, se cuidaba, y lo que era de uno, era de todos. El respeto entre ellos era como el respeto a los tiempos de lluvias y sus vientos huracanados.
Pero entonces llegaron los colonos a inicios de los años 90, después de la guerra civil. Y todo cambió. “Al inicio no nos preocupaban, había una barbaridad de tierras que ellos podían ocupar y no nos daban miedo porque estaban lejos”, relata don Nelson.
Trajeron consigo hachas, rifles, sierras y un hambre insaciable por tierras que ellos no comprendía hasta que vieron los rebaños de reses y los aserraderos.
“Había una montañita a unos días de camino de Kiwas Tara, le decíamos Asanw, donde usted iba ver monos desplazarse kilómetros y kilómetros, saltando de rama en rama sin jamás bajar a la tierra, era un bosque denso”, rememora.
“Fui ahí hace unos 15 años, cuando aún podíamos movernos a los montes. Se volaron toda la selva para hacer potreros. Ni monos, ni tigres, ni dantos se volvieron a ver. Solo vacas quedaron”, recuerda.
La extensión y aumento de la presencia de los colonos los obligó a armarse para cuidar sus tierras.
“Algunos tenían rifles de caza, escopetas y uno que otro fusil de los que volvieron de la guerra, pero esa gente (los colonos) anda hasta granadas. Andan bien armados, con radios y equipos, se ve que tienen recursos y apoyo”, afirma.
Dice que habían ríos y cerros donde ellos sabían que podían encontrar oro y con dificultades lograban extraer algo de metal para el comercio. Los colonos se apropiaron de esas zonas, y ahora incluso operan equipos que procesan material para extraer oro, contaminando los ríos con dinamita y bombas de extracción a base de gasolina.
Peces, animales de caza y pájaros se alejan de los territorios buscando seguridad en las selvas y ríos más profundos. Es decir, el alimento natural de los indígenas se aleja de los hábitat.
“En algunas comunidades se quiso hacer la fuerza, pero no se puede. La policía y los militares si te hallan un rifle te lo quitan, pero a los colonos no les quitan las AK”, denuncia.
Don Nelson señala que la correlación de fuerzas y los ánimos de resistencia de las comunidades se han ido minando en la medida que aumenta la violencia de los colonos y los crímenes quedan en impunidad. “Nuestros antepasados tenían los Consejos de Ancianos. Ahora nos han puesto a un secretario político (sandinista) o un policía a dar órdenes”, se queja.
“Hay gente que ya prefiere colaborar con ellos, antes que oponérseles. La policía insiste mucho en eso, que convivir en paz, que la paz para todos…”, denuncia el viejo miskito.
De modo que de unos años para acá, sobre todo después de 2018, dice que en silencio se han ido desplazando miles como él, con nostalgias, sin denuncias, pero con la certeza de que lo que les han arrebatado no era solo tierra, sino la vida misma. Porque para ellos, vivir lejos de la naturaleza de sus territorios, no es vida.
Este reportaje es realizado en el marco del proyecto “Workshop and Master Classes” de DIVERGENTES con el apoyo del Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania y la Embajada de Alemania en Costa Rica.