En algún lugar de la frontera sur de México, dos hermanos caminan por sendas desconocidas. Es 15 de octubre de 2022, y desde hace tres días decidieron cruzar desde Guatemala por veredas y montañas escarpadas. Van cansados, cargando mochilas con unas pocas mudas de ropa y algunos artículos de higiene personal. Han dormido poco y mal donde los agarra la noche. En un momento, que no pueden precisar debido al cansancio, el desvelo, la desesperación, Josué, de 37 años de edad, se desploma. No reacciona. Su hermano Emilio, de 29 años, lo asiste y grita. Llora sin que nadie lo escuche en esa carretera desolada.
Seis meses después, Emilio, quien se encuentra en Nicaragua y pidió omitir su nombre por seguridad, cuenta por primera vez la historia que vivió con su hermano en la travesía hacia Estados Unidos. Su shock fue tal que no recuerda con certeza el lugar donde ocurrió la tragedia ni otros detalles, como la hora o el hospital al que trasladó a su hermano. “Fue un golpe demasiado fuerte”, dice Emilio. “Ni nuestros padres saben los detalles de lo que pasó ese día porque no hablo de esto con ellos”, agrega.
El viaje inició un mes antes, el 15 de septiembre de 2022, en pleno auge migratorio de nicaragüenses hacia Estados Unidos: 217,052 nicas fueron retenidos, entre el 1 de enero y el 31 de diciembre en la frontera sur, según datos de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos (CBP por su sigla en inglés).
Los hermanos salieron en buses de “excursiones”, el eufemismo para llamar al transporte para migrantes nicaragüenses y de otras nacionalidades que parten desde Managua hacia Guatemala. Los hermanos lo abordaron en la parada del Siete Sur, en la capital. Atravesaron Honduras y El Salvador. En Guatemala, se bajaron para seguir el viaje en solitario, cruzando por veredas la frontera mexicana. A los pocos días, agentes del Instituto Nacional de Migración (Inami) de México los capturaron y los encerraron en celdas durante cuatro días. “Teníamos miedo de ser deportados”, dice Emilio. “Había muchos nicaragüenses y gente de otros países: haitianos, venezolanos, cubanos, que estaban siendo deportados”, agrega.
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A Emilio y Josué los trasladaron a la frontera guatemalteca. Ahí permanecieron una semana más, mientras hacían cálculos del dinero que les quedaba y el peligro que significa retomar la travesía hacia Estados Unidos. Decidieron continuar: en Miami, su lugar de destino, los esperaban otros familiares que habían llegado con éxito y les habían prometido un trabajo fijo y una casa donde vivir. “Todo estaba listo para que llegáramos”, dice Emilio.
Lograron cruzar nuevamente la frontera de Guatemala y continuaron a pie durante tres días. No querían tomar un bus porque, dice Emilio, iban a ser fácilmente detectados por Migración o por la Policía mexicana. Así que caminaron y caminaron, sin saber muy bien el rumbo, porque ninguno de los dos conocía el lugar. Tampoco los llevaba un coyote u otra persona que los guiara. Sólo querían dos cosas: evitar que las autoridades mexicanas los capturasen, con la consiguiente deportación, así como escapar de las garras del crimen organizado que tienen el control sobre algunos territorios mexicanos, especialmente en las fronteras y rutas clandestinas.
La única esperanza de ellos era encontrarse con una caravana de migrantes para sumarse y llegar a Estados Unidos. Ambos iban cansados por los tres días caminando y comiendo solamente pan y bebiendo jugos. Pero Josué no mostraba síntomas de estar más débil de lo normal. Tampoco se quejaba de alguna molestia física particular. De hecho, Josué estaba más preocupado por el estado de salud de Emilio, quien se contagió de Covid-19 durante el viaje y había quedado con algunos problemas de salud: cansancio, debilidad, dolores de cabeza y huesos. En esas estaban cuando Josué se desplomó y cayó a orillas de la carretera en la que iban andando. Después de varios minutos en los que Emilio intentaba reanimarlo, se acercó un carro. El conductor se ofreció a llevarlos al hospital privado más cercano. Pero ya era demasiado tarde. Tras más de 30 días de camino después de haber salido de Managua, un derrame cerebral derribó a Josué, seguido de un paro cardiorespiratorio. Según explicó el médico que lo atendió, “el cansancio y la carga de estrés” de la travesía provocaron su muerte de forma fulminante.
México, una ruta peligrosa
La Alianza Nicaragüense de Derechos Humanos (Nahra, por sus siglas en inglés), una organización que ofrece acompañamiento jurídico y asistencia social a los migrantes nicaragüenses que buscan refugio en EE. UU., contabilizó 82 migrantes nicas muertos en su intento por llegar a Estados Unidos, sólo en el período de marzo a noviembre de 2022.
Uno de los peores meses fue mayo del año pasado, con 19 nicaragüenses fallecidos. Entre otras causas de fallecimiento, se encuentran aplastamiento por estampidas humanas, asfixias por encerramiento en un trailer sin ventilación, infartos, ahogamientos al cruzar el Río Bravo y accidentes de tránsito.
Astrid Montealegre, abogada y colaboradora de Nahra, dijo que lo que hace especialmente peligrosa la ruta mexicana es “el nivel de involucramiento del crimen organizado responsable del secuestro y desaparición de migrantes”.
Al respecto del elevado número de nicaragüenses desaparecidos, secuestrados y muertos al intentar cruzar hacia Estados Unidos, Montealegre señala que los migrantes nicas enfrentan situaciones similares a las que afectan a quienes proceden de otros países como Cuba y Venezuela, que suelen “ser blanco de redes de trata de personas”.
A los peligros del crimen organizado se suma el “muro” que supone, desde hace unos años, Migración de México, como parte de su política de contención acordada con Estados Unidos. El año pasado se registró el número récord de detenciones de migrantes: 444,439. Al norte, en el Río Bravo, el gobierno de Andrés López Obrador ha cerrado rutas a los migrantes y dificultado, por trámites burocráticos, el otorgamiento de asilo político o humanitario.
Sin embargo, esta persecución del Inami lejos de frenar el flujo migratorio ha provocado que los migrantes tomen otras rutas que han derivado en tragedias. En febrero de 2021, un caravana de 17 migrantes, que se movía de forma clandestina por Tamaulipas, en el noroeste, fue acribillada por un grupo de policías que luego les prendieron fuego a sus cuerpos. Los motivos todavía están sin aclararse. Luego, en diciembre de ese mismo año, un tráiler lleno de migrantes se estrelló en el sur de México y causó la muerte de 54 personas y más de 100 heridos.
El episodio más reciente fue el incendio en un centro de detención del Inami, el pasado 27 de marzo, en el que murieron calcinadas 39 personas y hubo decenas de heridos. Los migrantes eran 68 en total. Fueron detenidos el día anterior, y como iban a ser deportados, “como forma de protesta, en la puerta del albergue pusieron colchonetas y les prendieron fuego”, dijo López Obrador. En un video se mira la desesperación de las personas encerradas, y cómo los vigilantes no abrieron las rejas cuando vieron el fuego. Todos estaban a cargo del Estado mexicano.
Organizaciones internacionales, como Naciones Unidas, han levantado la voz estos días, exigiendo una investigación “exhaustiva” de lo ocurrido. Entre otras explicaciones, solicitan saber por qué y en qué condiciones de encarcelamiento se encontraban los migrantes, a tal punto de que se les negara la salida. Además, apuntan a que estas personas estaban sufriendo hambre y sed, por lo que la quema de los colchones lo hicieron como forma de protesta. Pese a todo, medios cercanos al Gobierno de Obrador señalaron que la responsabilidad de esta tragedia era de los migrantes.
Rachel Schmidtke, abogada de Refugees International, dijo que el Inami tiene “una larga historia de abusos hacia los migrantes en México, y una mayor rendición de cuentas por esos abusos podría haber evitado esta tragedia”.
En ninguna de estas estadísticas, de organizaciones civiles, – y tampoco el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo hace públicos datos sobre migrantes–, se encuentra el caso de Josué, el nicaragüense que cayó fulminado en algún punto de la frontera sur de México. Su historia es una más de un gran subregistro, pero que muestra que los nicaragüenses continúan muriendo en el camino hacia Estados Unidos.
La decisión de migrar
Josué era el mayor de tres hermanos de una familia de Managua. Era padre soltero de dos niños de 8 y 12 años de edad que, ahora, han quedado a cargo de los abuelos y de Emilio. “La carga económica de la casa la dividíamos entre mi hermano y yo, porque mis padres ya no trabajan”, dice Emilio. “Ahora me ha tocado asumir en un cien por ciento”, agrega.
Otra deuda que asumió Emilio, al regresar a Nicaragua, son los 7000 dólares que le costó traer el cuerpo desde México. Para poder completarlos en una semana, varios familiares aportaron dinero, pero Emilio fue quien se hizo cargo de pagar todo el dinero que dieron sus familiares.
Según Texas Nicaraguan Community (TNC), otra organización que trabaja en temas migratorios con ciudadanos nicaragüenses, se han repatriado 36 cuerpos desde México hacia Nicaragua. Esta cifra es desde enero hasta septiembre de 2022.
Emilio dice que, con su hermano Josué, planificaron el viaje en dos semanas. Ambos renunciaron a sus trabajos, Emilio en una fábrica de insecticidas donde ganaba poco más de $500, y Josué como operario de una ferretería donde tenía un salario de menos de $400. En poco más de un mes, arreglaron todo y partieron en un bus el 15 de septiembre de 2022, con 2000 dólares en la bolsa entre los dos. “Nos fuimos por la situación socioeconómica del país. Ambos teníamos trabajo, pero no nos ajustaba para mantener bien la casa, y además teníamos aspiraciones”, dice Emilio.
Al conocer la tragedia, la empresa donde trabajaba Emilio lo contrató nuevamente en otro puesto cuando regresó a Nicaragua. La noticia de la muerte de su hermano, dice, no fue capaz de dársela a sus padres. Le pidió a un primo que les dijera lo que había sucedido. Ellos tampoco le han preguntado los detalles de la muerte, ni siquiera el día que Emilio regresó con el cuerpo de su hermano. En el aeropuerto, sus padres sólo lo abrazaron para llorar juntos.
“Para toda la familia ha sido un golpe fulminante”, dice Emilio sobre la muerte de su hermano. “Pero para mí ha sido totalmente difícil, han pasado más de seis meses pero no lo supero”, dice.
Durante el día, Emilio se entretiene en el trabajo. Por eso, y por la necesidad económica, pide hacer horas extras. Cuando llega la noche y no está viendo una película o leyendo un libro, recuerda lo que vivió con su hermano. También cuando mira a sus padres y sus sobrinos tristes en su casa. Esa es una de las razones, dice, por las que no recuerda, o no quiere recordar los detalles de ese día, en el que vivió “la terrible situación de ver morir a mi hermano en mis brazos”.