Después de ser fusilado, Juan Carlos Livraga estuvo preso dos meses y medio. Desnudo en un calabozo de la dictadura de Pedro Eugenio Aramburu, uno de los generales que le dio el golpe a Juan Domingo Perón. Era 1956, veinte años antes del inicio de la última dictadura militar en Argentina. La noche del 10 de junio de ese año, un comando de policías fusiló en un descampado a una decena de personas, acusadas de levantarse contra el presidente de facto.
Livraga estaba entre ellos.
Tenía 23 años y no tenía ninguna implicación política, pero tuvo la mala fortuna de estar en el grupo que fue señalado de levantarse contra Aramburu. Lo que hacía el grupo esa noche era ver una pelea de boxeo del campeón Eduardo Lausse. Livraga sobrevivió a la masacre, a pesar del disparo con el que lo remataron. La bala que le destrozó su mandíbula. Pero quedó malvivo. Se hizo el muerto y fue llevado a un policlínico donde fue curado y, luego, conducido a prisión. ¿Cómo sobrevivió “el fusilado que vive”? Eso ya lo contó Rodolfo Walsh en Operación Masacre, investigación periodística fundamental de Argentina y Latinoamericana, basada en el testimonio de este hombre.
Lo que yo quiero contarles es lo que le sucedió a Livraga durante los dos meses y medio que estuvo preso, cuando la dictadura intentó esconder la masacre. No sólo estuvo en prisión, estuvo desaparecido. Ni sus familias ni sus amigos sabían de su paradero. Los primeros 28 días los pasó en una comisaría donde, otra vez, estuvo “más muerto que vivo”: “Fui un invisible. Había un perro al que tapaban con un sobretodo. En cambio por mí no venían. Estuve en ese calabozo tirado, con frío, sin comida ni bebida. No existía. El perro sí: lo venían a ver, le daban huesos. A mí me quisieron dar un hueso, cuando no tenía dientes. Todo esto –se señala la boca– había desaparecido con la bala, que destrozó todo”.
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Toda dictadura tiene desaparecidos. Son raras avis las dictaduras sin desaparecidos. Aunque las ejecuciones y los asesinatos son la expresión más fatal de las violaciones a los derechos humanos, creo que las desapariciones están en ese mismo renglón. Un renglón de dolor sostenido –o infinito cuando no se encuentran a los desaparecidos– que alcanza, como mínimo, a las familias. Desaparecidos en las dictaduras militares de Aramburu y de Videla en Argentina; la de Pinochet en Chile, la de Stroessner en Paraguay, la cívico-militar en Uruguay, la de Franco en España, en Zimbabue, Sri Lanka… o la búsqueda interminable de los desaparecidos del Holocausto nazi. Tantas más.
Como toda dictadura hecha y derecha, la de Daniel Ortega y Rosario Murillo inicia a agregar a su compendio de crímenes de lesa humanidad las desapariciones forzadas como método de represión sistemática. Después del destierro de 135 presos políticos a Guatemala el pasado 5 de septiembre, en las prisiones de la pareja presidencial quedan 45 presos políticos, según el último recuento del Mecanismo para el Reconocimiento de Personas Presas Políticas.
De las 45 personas, nueve están en “desaparición forzada”. ¿Dónde están? ¿Cómo están? ¿Se sentirán invisibles, que no existen, al igual que se sintió Livraga?… ¿Tendrán hambre? ¿Están vivos?
Amnistía Internacional define a las víctimas de desaparición forzada como “personas que desaparecen, literalmente, de entre sus seres queridos y de su comunidad cuando agentes estatales (o con el consentimiento del Estado) las detienen por la calle o en su casa y después lo niegan o rehúsan decir dónde se encuentran”.
Lo que le sucedió a Fabiola Tercero, la comunicadora social risueña cuyo pecado era tener un club de lectura. Ser crítica. La detuvieron en julio de 2024 y desde entonces nadie, pero nadie sabe de ella. Perdón por la crudeza de mis preguntas, pero es lo que se me ocurre cuando veo el hondo silencio del régimen Ortega-Murillo sobre su paradero, de su estado físico y emocional: ¿Está viva aún? Si es así, ¿qué hicieron con ella para mantenerla desaparecida de una manera tan superlativa? ¿La violaron? ¿La torturaron hasta dejarla en un estado irrecuperable? ¿La mataron?… Estudié con Fabiola en las mismas aulas de la Universidad Centroamericana (UCA) y la veía siempre brincar, alegre, absorta en su propio mundo, en La Pasarela del campus hoy confiscado. ¿Habrán quebrado, apagado para siempre su jovialidad?
Todo eso y cuestiones más abyectas pueden suceder cuando una dictadura que dispara a matar –pero que después con cinismo incluso quiere, como dice el dicho popular, asistir hasta el entierro– te desaparece. La palabra “desaparecidos” es gravísima. Porque cuando las dictaduras que controlan el Estado no asumen que te poseen cautivo, hay licencias para las peores atrocidades. Es más sencillo borrar invisibles que visibles.
Diganme si me equivoco, ¿cuándo la Policía orteguista o alguien de la dictadura ha dicho que tienen detenida a Fabiola? Nunca. Y he allí lo filoso del asunto. A esta altura, la dictadura Ortega-Murillo puede deslindar cualquier responsabilidad sobre la integridad de Fabiola. Lo mismo que el diputado Brooklyn Rivera, aunque sus familiares sospechan que está en La Modelo. Pero la incertidumbre abunda a granel.
De los nueve desaparecidos que hay entre los 45 presos políticos, algunos familiares tienen escasas certezas de que están recluidos en las prisiones Ortega-Murillo. Saben que los tiene el Estado. Sin embargo, eso no exime que a ellos y ellas no les puedan hacer lo que quieran y después los dictadores se laven las manos. Por eso es de extrema gravedad la palabra “desaparecidos”. Se debe proscribir.
Hay que emplazar más a la dictadura Ortega-Murillo a que diga dónde está Fabiola y los otros ocho reos políticos desaparecidos… Por desgracia, lo que pinta el panorama no es halagüeño. Tengo más preguntas: ¿Por qué el régimen no ha publicado la lista de los 135 presos políticos desterrados a Guatemala, como sí lo hizo con los 222 enviados a Estados Unidos? Peor aún, ¿por qué tampoco lo hace con los 45 presos políticos que continúan en Nicaragua? ¿Qué esconden con este silencio, un silencio que ya se torna sugerente de peores cosas? ¿Por qué no dicen o asumen que bajo su tutela represiva está Fabiola? Insisto: ¿Qué le hicieron a Fabiola?
Cuando una dictadura esconde a un desaparecido, es porque quieren disimular el terrorismo de Estado que ejercen. Quieren soslayar la atrocidad de sus interrogatorios, de sus torturas, de su deshumanidad; la sangre que corre por las manos de Ortega y Murillo.
Ojalá que los desaparecidos de hoy no sean mañana muertos, más muertos acumulados desde 2018. Asesinados que arden. Esos mismos muertos que, como canta Serrat, están en cautiverio y no nos dejan salir del cementerio. Para que Nicaragua, al igual que pasó en los ochenta –y antes–, no tenga que estar condenada a perpetuidad a gritar desde el foso de la impunidad: ¿dónde estás?
ESCRIBE
Wilfredo Miranda Aburto
Es coordinador editorial y editor de Divergentes, colabora con El País, The Washington Post y The Guardian. Premio Ortega y Gasset y Rey de España.