DE LA
DICTADURA

De la dictadura al embudo migratorio: el incierto trayecto de los nicas que buscan el norte
De la dictadura al embudo migratorio: el incierto trayecto de los nicas que buscan el norte

AL EMBUDO
MIGRATORIO

el incierto trayecto de los nicas que buscan el norte

Los nuevos cambios migratorios de Washington, como el parole humanitario, han reducido el número de nicas intentando cruzar la frontera sur estadounidense de manera irregular, pero a la vez ha impuesto una nueva realidad, los que se quedan varados en dos ciudades claves de México: Tapachula y Matamoros, la primera una trampa y la segunda un colador, donde las esperas son eternas, los peligros latentes y la miseria la norma. DIVERGENTES siguió a nicas que quedaron atorados en este embudo migratorio, desde Honduras hasta la orilla del río Bravo

TRAYECTO I

Tapachula
la ciudad trampa

Por Bryan Avelar
Ciudad de Guatemala y Tapachula, México 

De la dictadura al embudo migratorio: el incierto trayecto de los nicas que buscan el norte

Luego de haber quemado la bandera del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) que los espías del gobierno nicaragüense habían dejado frente a su puerta como una última advertencia de que debía alinearse con el régimen o irse de su comunidad, German Sosa, un hombre trigueño, bigotón y regordete, originario del abrasador municipio de Chichigalpa, supo que, finalmente, había llegado la hora de largarse de su país.

Las amenazas de parte de los miembros del Consejo del Poder Ciudadano (CPC), una organización comunal de espionaje del régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo, llevaban meses hostigando a Sosa. Primero lo citaron a reuniones para hablar sobre su “comportamiento” a las que se negó a asistir, ignorándolos de tajo. Luego empezaron a dejarle mensajes anónimos en papeles tirados frente a su casa. Y finalmente observó con frecuencia a dos agentes vestidos de civil que permanecían todo el día, inamovibles, a bordo de una patrulla policial observando hacia su puerta y tomando fotos desde el otro lado de la calle. Por eso, cuando a mediados de diciembre de 2021, apareció aquella bandera del FSLN tirada al pie de su casa, supo que aquello era un mensaje lapidario. Así que tomó la bandera rojinegra sandinista y le prendió fuego frente a sus vecinos.

Recibe nuestro boletín semanal

“Ya vinieron los Cepesapos”, dijo Sosa a su mujer, quien aguardaba dentro de su casa. Acto seguido llamó a un vecino de su confianza para ofrecerle, a precio de remate, todas las herramientas de su taller de soldadura que con esfuerzo de años había logrado reunir. Al día siguiente tomó algunas cosas y el poco dinero que había juntado y huyó.

Más de un año después de abandonarlo todo, una mañana a principios de junio de 2023, Sosa cuenta su historia. Lo hace desde un pequeño patio, bajo la sombra de un árbol de mango, en un barrio de los suburbios de Tapachula, en la frontera sur de México, a unas cuadras del albergue para migrantes en el que vive refugiado desde hace seis meses. Sosa es uno de los cientos de miles de nicaragüenses que, desde 2018, han huido de su país a causa de la dictadura totalitaria de los Ortega-Murillo. Y es también uno de los miles de migrantes a quienes las políticas retentivas impulsadas por Estados Unidos e implementadas por el Gobierno de México mantienen atrapados en esta ciudad fronteriza, viviendo en albergues, plazas y calles en condiciones de hambre.

En los últimos cinco años, luego de que estallara la crisis sociopolítica en 2018, que devino hasta consolidarse en una dictadura totalitaria, Nicaragua pasó de no aparecer en el ranking a ser uno de los principales países expulsores de migrantes de Centroamérica. El éxodo nicaragüense ha llegado a ser tan grave que para enero del 2023 más de medio millón de ciudadanos, es decir, cerca del 7.6 % de la población, había abandonado el país. Esa cifra equivale a más del doble de los migrantes que huyeron durante la guerra civil nicaragüense en la década de los noventa.

Al explotar la crisis, gran parte de los que huían vieron en su vecina Costa Rica una vía natural de escape. Según datos oficiales, hasta mediados de 2023, más de 212,000 nicaragüenses habían solicitado refugio en ese país, acaparando más del 90 % del total de las solicitudes. Sin embargo, la mayoría, más de 344,000, puso sus ojos en Estados Unidos, según un informe del Colectivo de Derechos Humanos Nicaragua Nunca +, presentado en junio de este año.

Migrantes de diversas nacionalidades esperan a ser procesados por el Instituto de Nacional de Migración en Tapachula, México. Foto de Fred Ramos para Divergentes.

Muchos de los migrantes que huyen de Nicaragua no son necesariamente importantes opositores políticos del régimen Ortega-Murillo. La mayoría huye como consecuencia de la dictadura que ha hundido a su país en la pobreza, la represión y en un ambiente hostil para quienes no apoyan al oficialismo.

Cuatro años antes de recibir aquella última amenaza que lo obligó a salir de su país, Sosa, el hombre de 45 años, había servido al opositor Partido Liberal Constitucionalista (PLC) cuidando urnas en las elecciones de alcaldes de 2017. No es que Sosa fuera un ferviente activista del partido colaboracionista del sandinismo. En aquel entonces, Sosa creyó que su simpatía con esas ideas políticas no le traerían mayores consecuencias. Pero los espías del régimen de Ortega no olvidaron aquel gesto y desde entonces lo catalogaron como opositor en su comunidad y no someterse al dictado Ortega-Murillo. 

Por eso, durante años, los miembros del CPC o “Cepesapos”, como los llama la gente no alineada con el régimen en su barrio, intentaron adoctrinarlo. Primero por las buenas y después con amenazas. Le pedían que se uniera al partido oficialista y que se inscribiera para demostrar su lealtad. Pero Sosa se negó a hacerlo.

Luego de la última amenaza, en diciembre de 2021,  🔉(Haz clic para escuchar el audio) Sosa abandonó su hogar durante dos meses y se fue a refugiar a una comunidad en el interior de Managua, la capital. Ahí se reunió con un amigo que estaba en una situación de hostigamiento similar y juntos en febrero de 2022, se fueron de su país.

Thumb
Play/Pause
ondas
German Sosa

Las políticas antiinmigrantes de Estados Unidos obligan a la mayoría que intentan llegar a ese país a permanecer fuera de sus fronteras mientras se procesa su solicitud de refugio, bajo amenaza de que si cruzan de forma ilegal serán deportados y ya no podrán aplicar de nuevo a un estatus de refugio. Muchos de ellos se quedan en México, obligándolos a permanecer en condiciones inhumanas. Como Sosa, quien ahora vive de la comida y el techo que le brindan en el albergue para migrantes “Jesús el buen pastor”, y de lo poco que gana en un programa gubernamental que da “bonos” a algunos migrantes a cambio de realizar trabajos comunitarios. 

Sosa trabaja desde febrero de este año haciendo limpieza, cuidando el orden en los baños o sirviendo la comida que se prepara en el albergue en el que vive. Este trabajo le remunera unos 5,000 pesos mexicanos al mes, cerca de 300 dólares estadounidenses. Ese dinero, cuenta el nicaragüense, lo usa en su mayoría para pagar los otros dos tiempos de comida en un comedor cercano y logra guardar un poco con la esperanza de ahorrar lo suficiente para moverse a una ciudad del norte de México donde pueda ganar mejor.

Tapachula, ubicada en el sur del estado de Chiapas, se ha convertido desde 2019 en una ciudad-trampa para los migrantes que intentan llegar a Estados Unidos. Históricamente, esta ciudad ha sido paso obligatorio para millones de centroamericanos que siguen la ruta hacia el norte. Pero en los últimos años se ha convertido también en el epicentro de las oleadas migratorias que llegan desde Suramérica, El Caribe e incluso desde otros continentes como África, Asia y Oceanía.

Según datos de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (COMAR), solo en 2022, más de 118,000 migrantes solicitaron refugio en este lugar. Pero los activistas locales consideran que esa cifra se queda muy por debajo de la realidad, ya que la mayoría de migrantes buscan pasar desapercibidos por las autoridades. Otros, como Sosa, llegan a Tapachula y piden una visa temporal por razones humanitarias con vigencia de un año. 

Pero la inmensa demanda que satura el sistema y la burocracia que parece estar hecha a propósito han provocado que el trámite para ambos documentos tarde usualmente entre tres y diez meses. Durante ese tiempo, los migrantes se quedan sin dinero o se ven obligados a tomar rutas clandestinas que los exponen al peligro de ser asaltados, secuestrados, violados o asesinados en el camino.

Aunque ya tiene su visa humanitaria, luego de permanecer seis meses en Tapachula, Sosa se ha quedado sin dinero, al igual que la mayoría de migrantes que permanecen estancados en esta ciudad. Activistas locales consideran que, aunque el flujo es constante, hay cerca de 40,000 migrantes que permanecen aquí. Esta afirmación se vuelve evidente con solo dar un breve recorrido. Cualquier día, a cualquier hora, Tapachula está repleta de migrantes. Se les puede ver en los parques, en negocios locales, llenando las plazas y las calles. Esta ciudad, por decirlo de alguna manera, es una ciudad cosmopolita en su versión más miserable.

Aunque cada vez es más común que los nicaragüenses que huyen hacia el norte salgan desde la capital en autobuses chárter privados con turistas que viajan hacia la Ciudad de Guatemala,  🔉 Sosa y su compañero de viaje decidieron salir de su país a escondidas. “Salimos con una mochila cada uno y nos aventamos por la frontera el Guasaule. Yo solo iba deseando que no nos detuviera la policía porque si lo detienen a uno se lo llevan para la cárcel de El Chipote, y lo acusan a uno de traidor a la patria”, dice Sosa.

Thumb
Play/Pause
ondas
German Sosa

Sosa y su amigo caminaron por veredas de tierra hasta encontrarse con el río Guasaule que sirve como frontera natural entre Nicaragua y Honduras. Pero antes de poder cruzar el río un grupo de soldados los detuvo. 

“Nos pidieron los documentos. Nos preguntaron si íbamos huyendo del país y les dijimos que no. De ahí nos pidieron dinero y como yo no les quise dar nada me quebraron mi documento”, dice Sosa y muestra su cédula hecha pedazos y pegada con cinta transparente.

Cédula de identidad nicaragüense de German Sosa, se la rompieron las autoridades de Nicaragua cuando estaba saliendo del país. Foto de Fred Ramos para Divergentes.
Cédula de identidad nicaragüense de German Sosa, se la rompieron las autoridades de Nicaragua cuando estaba saliendo del país. Foto de Fred Ramos para Divergentes.

Ambos caminaron en dirección opuesta, como si regresaban hacia Nicaragua, pero se escabulleron por unos montes hasta que lograron pasar al otro lado de la frontera. Cruzaron a Honduras y permanecieron durante nueve meses en El Salvador, donde Sosa había trabajado años atrás. Durante ese tiempo, los dos nicaragüenses reunieron dinero y esperaron a otros seis de sus compatriotas que también iban huyendo del régimen por causas parecidas. En diciembre de 2022 retomaron su ruta hacia Estados Unidos.

En la ruta hay ladrones, policías

Toda la ruta migrante significa un riesgo para quienes la transitan. Los migrantes pretenden pasar desapercibidos por las autoridades y para ello se ven obligados a tomar caminos de tierra, atajos por montes y veredas donde se exponen a ser asaltados, secuestrados o incluso a perder la vida. Sin embargo, el primer tramo que recorren los migrantes nicaragüenses, que va desde Honduras hasta Tapachula, en el sur de México, está fuertemente marcado por la presencia de falsos transportistas que estafan a los migrantes y por policías que les salen en el camino y los asaltan a cambio de dejarlos pasar.

Sosa recuerda que a él y a su compañero los asaltaron unos policías hondureños a apenas unos kilómetros de haber cruzado la frontera con Nicaragua. “Nos detuvieron y nos pidieron dinero. Nos dijeron que querían 50 dólares, ¿y nosotros de dónde le íbamos a dar eso? Pero nos quitaron 25 dólares a cada uno, aunque yo entiendo que uno que viene de Nicaragua no debería tener problema para pasar por ahí”, dice Sosa. Y tiene razón. Desde el año 2006 existe el Convenio Centroamericano de Libre Movilidad (CA-4) entre los países de Nicaragua, Honduras, El Salvador y Guatemala que, en teoría, permite el libre tránsito interregional por seis meses entre los ciudadanos de los países miembros sin necesidad de pasaporte y con instrumentos migratorios de trámite expedito. 

El alto flujo de nicaragüenses que pasan por la Ciudad de Guatemala es tan alto que alrededor de la estación de autobuses que llegan con turistas y migrantes provenientes de Managua hasta la Zona 1 de la capital guatemalteca se ha formado un microcosmos nicaragüense. En sus alrededores hay puestos de comida y suvenires con el escudo o la bandera nacional de Nicaragua. Algunos de esos negocios son atendidos por nicaragüenses que una vez quisieron llegar a Estados Unidos y se quedaron varados en ese lugar por diferentes razones. Los nicas que descienden del autobús en aquel lugar, probablemente desconocido para muchos, encuentran un poco de nostalgia en su camino.

Guatemala, sin embargo, es territorio hostil para los migrantes, incluyendo, claro, a los nicaragüenses. Una vez en la ciudad, los migrantes que han llegado hasta ahí pueden tomar varias rutas. La más común, por ser la de menor costo, es abordar un autobús en la estación ubicada en la Central de Mayoreo (CENMA), en la Zona 12 de la capital.

Tránsito del autobús que viaja de la Ciudad de Guatemala a Tecún Umán, municipio fronterizo con México. Este auto bus es el que la gran mayoría de migrantes que buscan llegar a Estados Unidos abordar para cruzar Guatemala y en donde muchos son extorsionados por los mismos trabajadores de las rutas. Foto de Fred Ramos para Divergentes.
Tránsito del autobús que viaja de la Ciudad de Guatemala a Tecún Umán, municipio fronterizo con México. Este auto bus es el que la gran mayoría de migrantes que buscan llegar a Estados Unidos abordar para cruzar Guatemala y en donde muchos son extorsionados por los mismos trabajadores de las rutas. Foto de Fred Ramos para Divergentes.

Una mañana a principios de junio, el periodista y el fotógrafo asignados a este reportaje para DIVERGENTES llegamos a la estación con la intención de viajar hasta Tecún Umán, la ciudad fronteriza del lado de Guatemala que colinda con Suchiate, del lado mexicano. Al llegar a la estación, todos los pregoneros de los autobuses nos aseguraron que nos llevarían hasta la frontera y algunos, pensando que éramos migrantes, incluso nos juraron que nos podían llevar a Tapachula sin papeles. Luego de cobrarnos 150 quetzales, cerca de 23 dólares, el autobús nos dejó abandonados en Mazatenango donde luego nos subieron a otro autobús para dejarnos en Retalhuleu, un poblado fuera de la ruta hacia Tecún Umán. Ahí nos trasbordaron a otro autobús, nos cobraron, de nuevo, 150 quetzales a cada uno y nos dejó en Coatepeque, todavía a 34 kilómetros de Tecún Umán. Ahí abordamos un pequeño microbús de corto recorrido que nos cobró 80 quetzales a cada uno, el cuádruple del costo normal y nos dejó, finalmente, en Tecún Umán. 

Casi todos los migrantes que viajan por esta ruta afirman que los policías guatemaltecos detienen los autobuses directos de tres a cinco veces a lo largo del camino y le exigen a cada migrante una cuota que puede variar entre los diez y los cincuenta dólares. 

Rodolfo, un nicaragüense varado en Tapachula, cuenta que al grupo con el que él viajaba los asaltó tres veces la policía. “A lo descarado, viejo. El policía solo se para y te dice ‘vaya, ya saben cómo es la cosa: veinte dólares por cabeza’ y pasa por cada asiento. Al que no da dinero lo bajan”, dice. Rodolfo también lleva seis meses viviendo en el albergue para migrantes “Jesús el buen pastor”, el mismo lugar donde vive Sosa. 

La primera vez que Rodolfo llegó a Tapachula fue en febrero de 2022. Huyó de Nicaragua empujado por la pobreza y la falta de empleo. Luego de permanecer cerca de seis meses viviendo en el albergue y trabajando para ahorrar unos cuantos dólares, avanzó hasta Tijuana, en la frontera con Estados Unidos. Pero las autoridades mexicanas lo deportaron a Honduras. Dos meses después de volver a su país, y de haber perdido todo el dinero que había conseguido juntar durante meses de esfuerzo, volvió a huir. Pero esta vez se quedó en Tapachula. “Aquí me voy a quedar todo el tiempo que sea necesario”, afirma.

Estancados en la trampa

Jhony Mayorga durante su jornada laboral en un restaurante en la ciudad de Tapachula, México. Foto de Fred Ramos para Divergentes.
Jhony Mayorga durante su jornada laboral en un restaurante en la ciudad de Tapachula, México. Foto de Fred Ramos para Divergentes.

Jhony Mayorga es un abogado nicaragüense con más de 20 años de experiencia en derecho civil que, hasta hace un par de años, ganaba cerca de seis mil dólares al mes litigando para financieras de renombre en Managua, la capital nicaragüense. Pero desde febrero de 2023 es mesero y regente de una taquería en la zona norte de Tapachula. Sentado detrás de un pequeño buró de madera en la entrada de la taquería, Jhony recibe a sus clientes con amabilidad, les lleva el menú hasta la mesa, sirve los platos o lleva las bebidas a los clientes. 

“En Nicaragua si querés ejercer en un caso que es contra los intereses del Gobierno, olvídate”, dice. Jhony cuenta que desde 2019, el régimen fue bloqueando el ejercicio de su labor como abogado. 🔉 “Hay una represión bastante enorme en nuestro país. Hicieron una reunión en el complejo central de los juzgados centrales de Managua y nos empezaron a decir qué casos podíamos tocar y qué casos no. Nos dijeron claramente que no podíamos defender los casos de traición a la patria. Solo podían defenderlo ciertos abogados asignados por el Gobierno”, cuenta.

Thumb
Play/Pause
ondas
Jhony Mayorga

Con el tiempo, Jhony empezó a recibir acoso, citatorios en la Policía y vigilancia de agentes de civil frente a su despacho. “Hasta que una vez, un policía amigo mío me dijo que mejor me fuera porque ya se me venían encima”, recuerda.

Como 🔉 Jhony, miles que permanecen varados en Tapachula optan por buscar un trabajo. La mayoría de las veces son trabajos informales y sin ningún tipo de prestación. “Yo aquí gano más o menos bien. Pero me ha costado mucho conseguirlo. Pasé tres meses sin trabajo, gastándome la plata de todo lo que vendí en Managua y pidiéndole a mi mamá”, explica. 

Thumb
Play/Pause
ondas
Jhony Mayorga

En Tapachula es común ver migrantes atendiendo en restaurantes, cantinas, peluquerías, tiendas de ropa y en el mercado. La plaza central y el parque Miguel Hidalgo están llenos de haitianos con ventas informales. Hasta antes de enero de este año, cuando la administración del presidente estadounidense Joe Biden extendió el permiso humanitario conocido como “parole”, en Tapachula había nicaragüenses en masa. Ahora, luego de que Estados Unidos amenazara con ser más drástico con quienes no sigan el procedimiento y crucen la frontera de forma ilegal, la cantidad de nicas en el camino hacia el norte ha disminuido notablemente. Pero aún hay muchos que se atreven a viajar sin papeles viviendo en condiciones de hambre y pobreza.

Sentada en la mesa de una cantina, Mariana ha visto pasar a miles de migrantes. En los últimos años ella ha visto la variación de la dinámica migratoria y conoce los peligros de la ruta hacia el norte. La mujer hace gala de su escote pronunciado y cruza las piernas cada vez que suelta una carcajada. Es nicaragüense, tiene 37 años y llegó a Tapachula cuando tenía apenas 12. Vino hasta aquí acompañada de su padre, desde Managua, luego de que el negocio familiar de venta de queso se viniera a la quiebra. Mariana toma su cerveza y me habla en secreto con un tono de complicidad. Me dice que le resulta extraño que alguien llegue preguntando específicamente por una mujer nicaragüense. Dice que aquí no son muy cotizadas que digamos. “Las prefieren más cubanas y hondureñas, quizá porque les gusta bailar”, dice y se ríe de nuevo cruzando las piernas. 

Mariana tiene 12 años de ser fichera en Tapachula. Las ficheras son una figura que existe en México. Son mujeres de compañía que beben con los clientes mientras ellos las invitan a tragos que suelen costar el doble o el triple de lo normal. Mientras dure la compañía, es decir, mientras el cliente las siga invitando, el comensal podrá disfrutar de una plática y además tocar y disfrutar de los bailes que la fichera realiza. 

En Tapachula hay una gran cantidad de bares en donde muchas mujeres migrantes sufren abusos y son víctimas de redes de trata de personas. Foto de Fred Ramos para Divergentes.
En Tapachula hay una gran cantidad de bares en donde muchas mujeres migrantes sufren abusos y son víctimas de redes de trata de personas. Foto de Fred Ramos para Divergentes.

Tapachula es un paraíso para la trata de migrantes, especialmente centroamericanas que por las condiciones en las que viven se ven obligadas a trabajar en la prostitución o como ficheras. Luis Villagrán, un activista miembro del Centro de Dignificación Humana en Tapachula estima que en esta ciudad hay 30,000 bares y en casi todos hay ficheras migrantes trabajando. Sobre esto no existe un registro oficial, pues muchos de los locales funcionan en la informalidad.

Aunque existe una discusión entre si, el trabajo de ficheras es el ejercicio de la libertad sexual de las mujeres o una especie de trata, para los activistas locales, las condiciones bajo las que se ejerce este oficio inclinan más la balanza hacia lo segundo. “Si una mujer migrante pasa meses aquí atrapada aguantando hambre y sin nada que darle de comer a sus hijos y por eso se ve obligada a ejercer un oficio cuya característica principal es dejarse tocar por cuanto hombre lo desee, eso no es libertad sexual”, plantea Villagrán.

El trabajo de compañía de las ficheras muchas veces va más allá. Después de dos cervezas, Mariana me ofrece ese extra. Me dice que por 2,000 pesos mexicanos, cerca de cien dólares estadounidenses ella puede “salir” con quien se lo pida durante dos o tres horas. Aunque el precio es negociable, con lo que gana ha logrado darle estudio a sus dos hijas de 12 y 8 años.

El deseo de llegar a Estados Unidos se le acabó desde hace mucho. Como miles de migrantes que habitan esta ciudad, a Mariana la atrapó la trampa llamada Tapachula. “¿Ya para qué me voy a arriesgar? Aquí tengo mi vida. Difícil, pero uno se acostumbra”, dice.

TRAYECTO 2

Matamoros
la ciudad colador

Por Franklin Villavicencio
Matamoros, Ciudad de México

De la dictadura al embudo migratorio: el incierto trayecto de los nicas que buscan el norte

La primera vez que Francisco Javier Montalván, de 63 años, pisó Matamoros era muy diferente a todo lo que ha visto estos meses. Su vida ha estado marcada por dos exilios, y en ambos le ha tocado tomar la misma ruta. El primero fue hace 37 años. El segundo inició el 18 de diciembre de 2022. En esta ocasión, dice, no volverá a sentir “mal de patria”, esa sensación que le invadió al inicio de la década de los noventa, cuando creyó que en Nicaragua se había gestado un cambio profundo que le hizo regresar a su país de origen, tras haber llegado a Nueva York durante los ochenta, la década de guerra fratricida.

Francisco tiene escasos recuerdos de la primera vez que estuvo en Matamoros, en 1986. No pasó ni un día completo aquí. De forma casi inmediata, un coyote lo cruzó hacia el otro lado. “Claro, no había esas cercas alrededor del río”. Tampoco los más de 3,000 migrantes que aguardan cruzar hacia Estados Unidos. No había drones sobrevolando el río Bravo cada tanto, ni políticas migratorias que obligan a las personas a permanecer durante meses aferradas a un mensaje de correo electrónico que les notifique de una cita para cruzar al otro lado de la frontera.

En este segundo exilio, Francisco ha pasado dos meses en Matamoros, una urbe calurosa, sin árboles, con una eterna capa de polvo blanquecino que llena las calles, los vehículos y a la gente. Con edificaciones lujosas y, a la misma vez, vacías. Con parqueos y construcciones que se asemejan a Texas, la ciudad vecina. Matamoros es un lugar que en todo recuerda —como si se tratara de un guiño irónico— que se está tan cerca de Estados Unidos y a la vez tan lejos. Hay placas de Texas, más pickups que sedanes, vidas binacionales. En quince minutos se llega en coche a Brownsville, la ciudad estadounidense más cercana. Sin embargo, para Francisco, la espera lleva ya 60 días contando.

“He perdido mi tiempo aquí, bajado de peso, pero psicológicamente estoy preparado para todo esto”, asegura desde un pequeño cuarto en el que ha dormido el último mes junto a su sobrino —un campesino que viene de un linaje de Contras que por miedo pidió no ser citado con su nombre— y el hijo de este último, de 23 años. Los tres hombres duermen en catres maltrechos y pegados. Cuentan con un fogón, y nada más. En una de las esquinas del cuarto dispusieron un altar improvisado con Jesús y la Virgen. Llegaron a ese lugar luego de que unos cubanos —que habían pagado el mes por adelantado— se los dejara poco después de que les avisaron por correo electrónico que podían acercarse al puesto fronterizo de Matamoros para concretar la primera entrevista con las autoridades estadounidenses.

El altar improvisado que colocaron Francisco Montalván y Francisco Ruíz en la habitación en la que vivieron durante un mes en un barrio ubicado en los suburbios de Matamoros. Foto de Fred Ramos para Divergentes.
El altar improvisado que colocaron Francisco Montalván y Francisco Ruíz en la habitación en la que vivieron durante un mes en un barrio ubicado en los suburbios de Matamoros. Foto de Fred Ramos para Divergentes.

Francisco y su familia llevan dos meses esperando la ansiada cita a través de la aplicación CBP One que el Gobierno de los Estados Unidos ha habilitado para que los migrantes puedan registrarse y aplicar a una entrevista de elegibilidad en algunos de los accesos migratorios en la frontera norte con México. 

Matamoros es uno de los puntos que alberga a estos migrantes, quienes provienen en su mayoría de Venezuela y Cuba. Los nicaragüenses son una minoría que se cuentan con los dedos de ambas manos. Encontrarlos, al menos después de junio de 2023, es una odisea. En parte porque la administración de Joe Biden extendió el permiso humanitario conocido como parole a las nacionalidades provenientes de Nicaragua, Cuba, Haití y Venezuela. También porque las medidas se han endurecido para aquellos que cruzan México de forma irregular. La Embajada de los Estados Unidos en Nicaragua divulgó que, hasta junio de este año, unos 30,000 nicaragüenses han logrado ingresar a suelo estadounidense gracias al parole humanitario, según las últimas cifras de la Embajada de Estados Unidos en Managua, hasta julio de 2023.

Sin embargo, muchos como Francisco han quedado varados en México. En su caso, la salida de Nicaragua estaba relacionada con su seguridad personal. No podía permanecer más tiempo ahí, debido a que trabajaba como docente en el Tecnológico Nacional, y cada vez más el clima dentro de la institución era insoportable. Sus jefes sabían que no estaba del todo de acuerdo con el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo. A pesar de que se había dedicado a la formación de maestros de obras durante 25 años de su vida, pesaba más esa discrepancia que su experiencia profesional. 

Francisco solía dar clases los fines de semana a jóvenes aspirantes a maestros de obra. Sin embargo, previo a su salida del país solo le permitían trabajar un día a la semana. Le imponían cursos de adoctrinamiento político que se salían de su área y el acoso laboral hacia él se volvió constante. Según él, era una forma de asfixiarlo en su trabajo. Una táctica que padecen los funcionarios públicos del régimen que suelen ser víctimas del aparato represivo de los mandatarios sandinistas.

Francisco Javier Montalván Mejía posa para un retrato en la habitación en la que vivió durante un mes en un barrio ubicado en los suburbios de Matamoros. Foto de Fred Ramos para Divergentes.
Francisco Javier Montalván Mejía posa para un retrato en la habitación en la que vivió durante un mes en un barrio ubicado en los suburbios de Matamoros. Foto de Fred Ramos para Divergentes.

Así que decidió irse de Nicaragua el 18 de diciembre. La fecha también coincidió con la salida de su sobrino, de 47 años. El sobrino de Francisco es un campesino que nació en un poblado llamado Río Blanco, en el departamento de Matagalpa, al norte del país. Se enorgullece de su pasado y de tildarse a sí mismo como un verdadero opositor al sandinismo. El sobrino, a quien llamaremos Marcos, proviene de una familia de Contrarrevolucionarios desde la década de los ochentas.

Marcos fue criado en el campo con una animadversión hacia todo lo rojinegro. Incluso, hacia todo lo que pinte izquierda, o comunismo, como suele decir. El interior de Nicaragua es conocido por ser un fuerte bastión de derecha, con una vena liberal —e incluso somocista—. Allí, el sandinismo no es bien visto. La violencia en esa década sangrienta se hizo notar a través de ejecuciones extrajudiciales sin juicios ni procesos previos. Al papá de Marcos, quien durante la dictadura somocista fungía como juez de mesa, lo asesinaron cuando los sandinistas tomaron el poder. La espiral de violencia y odio solo fue creciendo luego de eso.

Los años pasaron, y la mamá de Marcos crió sola a sus dos hijos en Río Blanco. Marcos veía cómo sus hermanastros se alistaban en la Contra, un grupo armado financiado por Estados Unidos para derrocar a los sandinistas. Él aprendió a armar y desarmar fusiles, a tirar, y a entrenar en las montañas desde niño. Fue criado como un contrarrevolucionario.

“Nosotros teníamos como seis propiedades más o menos y todas nos las confiscaron. Nos robaron todo los sandinistas”, dice Marcos con un acento cantado, de gente de campo. A pesar de ser familia, Francisco y él no tienen muchas cosas en común. Francisco es moreno, rellenito y bajito. Marcos está escuálido, con pocos dientes, su piel es amarillenta, tiene un bigote ralo y sus ideas son muy diferentes a las de su tío. Francisco, en algún momento, creyó en los sandinistas. Se crió en la capital, estudió y se formó como ingeniero civil. Marcos desconfía de todos, siente que lo siguen en esa ciudad perdida y árida, que hay sandinistas por todas partes que lo buscan. Vive con la paranoia con la que creció, una que, hasta cierto punto, es justificable cuando se nace en las violentas montañas del norte nicaragüense. 

¿Hay algún nicaragüense aquí?

En una mañana a inicios de mayo, Gladys Cañas, de 55 años, respondió la llamada de unos periodistas que se comunicaron con ella para preguntarle si en el campamento migrante de Matamoros había nicaragüenses. Gladys salió de su oficina, ubicada a una cuadra del campamento, y gritó ante la multitud de gente que espera todos los días para hablar con ella: ¿Hay algún nicaragüense aquí? Francisco levantó la mano, y así fue como llegamos hasta él. 

Gladys es una mexicana que ha dedicado más de la última década de su vida a trabajar con migrantes. Es fundadora y directora de la organización Ayudándoles a Triunfar, ubicada en una diminuta oficina a la orilla de la frontera de Matamoros. A sus hombros carga un trabajo de gigantes. Su labor es apoyar a las más de 3,000 personas que permanecen en el campamento migratorio que se habilitó en un terreno baldío ubicado a la orilla del río Bravo. Es un asentamiento desordenado, caótico, insalubre. Dentro, se han constituido carpas y champas en las que viven los migrantes. Las pésimas condiciones de vida han acelerado la presencia de enfermedades intestinales y otras como la varicela. Dentro, la vida no es vida.

🔉 “Es realmente preocupante. Llegan a esta frontera y lo que les toca vivir no es vida. Toda la gente trae la lágrima a flor de piel. ¿Por qué? Porque el tiempo aquí se les prolongó”, dice Gladys dentro de su oficina. Afuera, unos 60 migrantes permanecen a la espera para hablar con ella o uno de los abogados y ayudantes que presta su servicio en el centro. Todos, dice Gladys, tienen una historia que contar. Pero la cantidad de personas es demasiada para una organización tan pequeña. Debido a esto, ha colocado a una mujer proveniente de Venezuela que pareciera haber nacido para esta tarea. Su voz y su rostro es serio, inmutable. Se encarga de poner en orden a todas las personas, de evitar que se amontonen y que, cuando la licenciada Gladys salga de su oficina, no se le abalancen. Ella reparte las citas y se cerciora que los migrantes presenten sus documentos en orden, en caso de pedir asesoría legal. Son medidas que Gladys ha tenido que tomar tras la presencia masiva de personas en la ciudad.

Thumb
Play/Pause
ondas
Gladys Cañas
De la dictadura al embudo migratorio: el incierto trayecto de los nicas que buscan el norte

La mujer, de mirada triste y cansada, ligó su vida a Matamoros, a pesar de ser de Tampico. Se dedica a la defensa de personas migrantes desde hace 12 años, cuando en su ciudad natal observaba cómo los migrantes mexicanos eran deportados de Estados Unidos. Jamás pensó que, algunos de esos hombres fuertes dedicados a trabajos pesados y rudos, pudieran quebrarse hasta llorar por una deportación. La mayoría llegaban tras años viviendo en suelo estadounidense, sin muchas cosas que los ataran a México. Todo eso la hizo querer ahondar en las causas de la migración y trabajar con esas personas. 

🔉 “El campamento es una alarma. Es un campamento desorganizado, sucio, con apenas 18 baños portátiles para una población de más de 3,000 personas. Las condiciones por lo más son pésimas”, remarca Gladys. 

Su labor no sólo se centra en la asesoría legal, también realiza campañas de limpieza en el campamento e incentiva a la población a priorizar su salud. Es común verla dentro del perímetro a la orilla del río Bravo, donde centenares de carpas se han levantado. Cuando llega, pide voluntarios para que le ayuden limpiar la zona. Casi de manera inmediata se les unen unas cuarenta personas que levantan la basura. Gladys les recuerda que no se metan al río, porque está contaminado. Pero muchos desoyen ese llamado y se bañan en él. Cuando alguien se mete al río, suena de inmediato un audio desde el puesto de la Patrulla Fronteriza que está al otro lado en el que aseguran que el paso está cerrado para la migración irregular.

Thumb
Play/Pause
ondas
Gladys Cañas
De la dictadura al embudo migratorio: el incierto trayecto de los nicas que buscan el norte

Marcos está ese día en el campamento, mientras su tío hace fila a las afueras de un centro comunitario para obtener un plato de comida. Ocasionalmente visitan este lugar a pesar de que viven a las afueras de la ciudad. Antes, ellos tenían una carpa dentro del terreno, que abandonaron cuando una noche unos hombres quemaron algunas. “Ahí le dije al viejo que corríamos peligro aquí”, dice Marcos. Se presume que el incendio fue provocado por el crimen organizado que opera en la zona. Unas 25 champas resultaron afectadas. 

La desesperación de seguir en esta ciudad se percibe en Marcos cuando habla. Quiere irse pronto de aquí, como todos los que viven en este colador. Dentro del campamento la vida fluye de forma ordinaria. Hombres se cortan el cabello y las barbas, mujeres palmean tortillas, jovencitos juegan con una pelota desinflada. Pero todo se detiene a las 11 de la mañana, la hora en la que la aplicación CBP One suele notificar a quienes son seleccionados para la cita.

Contar con un celular aquí lo es todo. Gracias a ese aparato pueden informarse sobre su caso. Marcos revisa y todavía no le ha llegado nada. “Siga intentando”, le aparece en la pantalla. La espera le ha tomado dos meses, que se suman a los tres que pasaron varados en Tapachula desde su llegada en diciembre. 

Marcos se fue de Nicaragua tras la escalada represiva contra la Iglesia Católica que ejecutó el régimen de Ortega y Murillo. El hecho que detonó su salida fue la encarcelación de monseñor Rolando Álvarez el 19 de agosto de 2022. Tras ello, la Policía Nacional persiguió a todas las personas que colaboraban con él. Marcos pertenecía a la pastoral de la Arquidiócesis de Matagalpa y en ciertas ocasiones se encargaba de ser el “guardaespaldas” de monseñor cuando se movía a las comunidades rurales. Lo hacía en forma de servicio religioso, como un acto de fe y gratitud hacia el obispo. 

La madre de Marcos recibió el 15 de diciembre una citatoria en la que pedía la presencia de su hijo en la delegación policial más cercana. “Y yo qué me iba quedar a esperar, ese mismo día preparé todo para irme. Vos debés de saber qué significa que te citen en la Policía”, agrega el hombre. Y no, no lo sé porque nunca me han citado, pero en los últimos cinco años me ha tocado recoger los testimonios de presos políticos. Una cita a la Policía significa –en la mayoría de los casos– la privación de la libertad, sin la posibilidad de una defensa justa.

Entre la familia se supo que Marcos había sido citado, así que su tío Francisco, quien también vivía asfixiado por las condiciones de su trabajo, decidió salir junto a él. Marcos no podía regresar a su finca en Río Blanco, así que fue a la casa de otros conocidos en San Ramón, en el departamento de Matagalpa, donde se encontró con su tío. Desde ese lugar salieron hacia el norte. Al llegar a la frontera con Honduras cruzaron por veredas. “Todo ese camino yo lo conozco”, narra.

Llegaron a Tapachula, la ciudad trampa, en menos de cinco días. En esa ciudad pasaron dos meses y medio a la espera de que las autoridades migratorias les brindaran una visa por razones humanitarias que les permitiera seguir la ruta hacia el norte. El camino hacia su objetivo ha sido lento, debido a que ambos han tenido mucho cuidado en cumplir con todos los requisitos legales para no tener ningún problema cuando lleguen a los Estados Unidos. Sin embargo, la desesperación y el desgaste es evidente en los dos.

A unos cuatro kilómetros del campamento, en el centro de Matamoros, Francisco espera el plato de comida del día. En la fila no solo hay migrantes, también adultos de la tercera edad y locales en situación de calle. Al día, el centro administrado por una congregación católica entrega 80 platos, por lo tanto, las personas hacen filas desde una hora antes. Ese día, el plato consistió en dos hot dogs pequeños y una ensalada de tomates. Francisco se los comió en el camino, mientras se dirigía al campamento para encontrarse con su sobrino. “Uno tiene que mantenerse cerca de esa zona, porque ahí es donde te das cuenta de todo”, remarca. No le basta con irse a acostar a la casa. La información aquí es poder, y el único vehículo de información son los rumores.

¿Se abrirán las puertas?

El campamento migrante es una frontera dentro de una ciudad fronteriza. Los locales apenas voltean a ver ese tramo de tierra que alberga todo un mundo. La mayoría de las personas que lo habitan provienen de Venezuela, así que las banderas de dicho país son usuales de verlas. Quienes tienen suerte, viven del dinero que les envían sus familiares a través de remesas. Otros salen a trabajar o a pedir en las calles. Unos pocos establecen negocios dentro del lugar, en los que se cobra hasta por cargar un celular. 

Aquí la información viene y va en diferentes formas. A veces adquiere el aspecto de rumores y la mayoría del tiempo de desinformación. “Dicen que el martes van a abrir las puertas y nos dejarán pasar a todos”, es el murmullo de la semana. Los rumores se mantienen a flote en parte porque permiten aferrarse a algo, aunque sea una afirmación muy lejana de la realidad. 

En el campamento nos encontramos con otro nicaragüense que, al igual que Francisco y su sobrino, permanece en un limbo sin saber cuáles serán los próximos pasos. Juan Ruedas tiene 18 años y lleva casi un mes aquí. Nació en Chinandega, en el occidente de Nicaragua. Ahí, Juan trabajaba como conductor de triciclos, un medio de transporte muy popular en ciertas ciudades. El salario de 200 córdobas diarios (5.47 dólares al cambio oficial) apenas le daba para vivir. Así que a mediados del año pasado se fue a Costa Rica a trabajar una temporada. Llegó a Quepos, una ciudad ubicada en el pacífico costarricense reconocida por sus playas turísticas. Desde su llegada empezó a trabajar como maestro de obra, y a eso se dedicaba cuando conoció a Jimmy Estrada, de 25 años.

El nicaragüense Juan Francisco Ruedas Juárez, (izquierda) y su amigo colombiano Jimmy Jesús Estrada (derecha) posan para un retrato en el campamento de Matamoros, México. Foto de Fred Ramos para Divergentes.
El nicaragüense Juan Francisco Ruedas Juárez, (izquierda) y su amigo colombiano Jimmy Jesús Estrada (derecha) posan para un retrato en el campamento de Matamoros, México. Foto de Fred Ramos para Divergentes.

Jimmy es un colombiano, de origen venezolano, que decidió irse de su país para “subir” hacia Estados Unidos. Su plan era trabajar un tiempo en lo que surgiera en el camino, obtener algunas ganancias y con el dinero financiar su viaje hacia el norte. Llegó a Quepos y ahí se hizo amigo de Juan. Ambos trabajaron durante siete meses. Hacían turnos hasta altas horas de la noche, lo que les dejaba una ganancia de 40 dólares al día. Pese a ello, sintieron una atracción hacia el norte que no podían explicar. Creían que les podría ir mejor. 

Así que un día, luego de siete meses de trabajo duro, Jimmy le anunció a Juan que se iba para Estados Unidos. Juan no dudó ni un momento. Pasó por Chinandega, despidiéndose de su madre y de su hermana mayor. 🔉 “Me entró como depresión. Depresión porque no quería irme, pero al mismo tiempo me dije que si me iba podría ayudar a mi familia más adelante”, relata. En definitiva, quedarse en Nicaragua, ganando poco más de cinco dólares al día, no era opción. 

Thumb
Play/Pause
ondas
Juan Ruedas

Emprendieron el viaje y todo fue tranquilo hasta llegar a Guatemala. En la frontera con México se subieron a una balsa que los cruzaría hasta Tapachula, pero al bajarse fueron asaltados por las mismas personas que los cruzaron. Les robaron todo lo que andaban en sus bolsillos, incluyendo un celular en el que andaban la aplicación CBP One, con el registro de ambos para la cita.

“Ahora no sabemos qué hacer, porque queremos agregar una nueva cuenta, pero no nos deja porque ya una está con nuestros nombres registrados. Y a esa no podemos acceder porque perdimos el acceso al correo”, relata Jimmy. Ambos están preocupados y encarnan una variable que refleja la vulnerabilidad de la tecnología en el camino que recorren los migrantes.

CBP One es la aplicación de Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de los Estados Unidos, en ella los migrantes interesados en pedir asilo realizan sus solicitudes para obtener una cita en alguno de los puntos de entrada de la frontera sur de Estados Unidos. Foto de Fred Ramos para Divergentes.
CBP One es la aplicación de Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de los Estados Unidos, en ella los migrantes interesados en pedir asilo realizan sus solicitudes para obtener una cita en alguno de los puntos de entrada de la frontera sur de Estados Unidos. Foto de Fred Ramos para Divergentes.

La tarde se acaba en el campamento y muchos se van a meter a sus carpas a la espera de que al día siguiente les notifiquen que tienen una cita. La desesperación se siente. “¿Ustedes saben algo si abrirán las puertas el martes?”, pregunta uno de tantos migrantes. Nuevamente la ilusión, el aferrarse a algo emerge con fuerza.

En Matamoros operan dos refugios que cuentan con condiciones para las personas que vienen de otros países en búsqueda de mejores oportunidades. Ambos son administrados por los religiosos, con apoyo de la sociedad civil. En ambos, la cantidad de nicaragüenses es mínima. En la “Casa Migrante San Juan Diego”, ubicada a una media hora en vehículo del campamento, reside Emiliana Herrera Flores, de 35 años. 

Cuando una de sus compañeras entró al cuarto de mujeres del refugio a decirle que la buscaban, se asustó. Lo primero que pensó es que venían por ella. Un sentimiento instintivo para alguien que viene de un país en el que cualquier inocente es un culpable ante el Estado. En Nicaragua se ha impuesto el miedo y terror a través de la persecución. No es necesario ser un opositor militante para ir a la cárcel, basta con que un vecino te delate y te denuncie como contrario al régimen Ortega-Murillo. 

Luego de cerciorarse que quien la buscaba eran unos periodistas, se calmó y accedió a contar su trayecto. Emiliana dejó en Nicaragua a tres hijos de 17, 14 y 7 años. Se fue del país ante la crisis económica que aprieta las finanzas de las familias nicaragüenses. Cada vez más la canasta básica aumentaba y el salario de 12,000 córdobas (unos 327 dólares) que se ganaba como mesera y cajera en un restaurante de la capital no le alcanzaba para mantenerse a ella y a sus hijos. Cálculos hasta febrero de 2023 posicionan la canasta en 19,000 córdobas (519 dólares al cambio oficial).

Así que un día, tras conocer a un grupo de venezolanos que un amigo de ella le pidió que alojara en su casa mientras pasaban por Nicaragua, decidió irse con ellos a Estados Unidos. “Lo hice por mis hijos. Antes de irme hablé con ellos y entendieron la situación”, narra. Sin embargo, el menor de ellos es el que más le dice que la extraña. “Te hice un regalo ahorita para el Día de la Madre, miralo”, le envió el 30 de mayo a través de un audio de WhatsApp. Ese día se conmemora a las madres en Nicaragua.

En total, Emiliana salió de Managua con otras 12 personas más, todas venezolanas. Lo hizo al lado de ellas para tener compañía y no sentirse tan sola en el trayecto. De hecho, permanece en el refugio con una de ellas, de quien se hizo muy amiga. 

El camino hacia Guatemala transcurrió en relativa calma. Sin embargo, luego de cruzar la balsa fue estafada por los coyotes que le robaron 600 pesos mexicanos (unos 35 dólares al cambio oficial). Para ella fue un momento tenso, pues le pedían como mínimo esa cantidad, de lo contrario no la dejaban ir. Uno de ellos la agarró del brazo, impidiéndole que huyera. Anteriormente había negociado una cantidad mucho menor, pero una vez que cruzó le subieron el precio. 

Finalmente, el conductor de un bus que la esperaba en Tapachula para continuar con el viaje llegó a su rescate. Sin él, dice, no sabe dónde estaría. Cada vez que los migrantes se acercan al territorio mexicano sufren diversos tipos de violencia. Entran a un territorio que los ven como una mercancía. Como un cofre al que sacarle dinero. 

Tras cruzar la Ciudad de México en bus, los retenes son constantes y peligrosos. El peligro lo encarnan las mismas autoridades y funcionarios, que algunos de ellos suelen estar ligados al crimen organizado. Emiliana trataba siempre de hacerse la dormida, de taparse los ojos con un gorro y fingir que descansaba, aunque sus sentidos estaban muy atentos a todo lo que pasaba a su alrededor. “En una de esas nos bajaron a toditos, nos querían pedir dinero. Yo solo andaba 150 pesos (unos 9 dólares), que era mi almuerzo para ese día”, remarca.

Emiliana ha escuchado que en ciertas ocasiones los oficiales rompen las formas migratorias que les dan en Tapachula y que les sirve para movilizarse por México cuando los detienen y no les dan dinero para la extorsión. Por esa razón, ella decidió plastificarla. Cuando llegó a Matamoros, no sabía dónde ir. Luego de llegar a la estación de buses, una mujer que la vio sola en la terminal y que intuyó que era una migrante le recomendó el refugio en el que, hasta el momento de publicación de este reportaje, sigue a la espera de la cita. El tiempo en Matamoros se ha vuelto eterno.

Una nueva vida…

Todos están a la espera de un correo electrónico que les confirme el inicio de una vida en el norte. Foto de Fred Ramos para Divergentes.
Todos están a la espera de un correo electrónico que les confirme el inicio de una vida en el norte. Foto de Fred Ramos para Divergentes.

La desesperación de Francisco ha sido tanta en los últimos días, que la mañana del último día que estuvimos con él decidió acercarse lo más que podía al puesto migratorio que divide a Matamoros de Brownsville. “Estoy viendo opciones”, dice de manera críptica. Estar aquí es, incluso, prohibido hasta cierto punto, ya que es una zona federal. Cruzar y pasar desapercibido es una tarea impensable. La vigilancia es altísima. De este lado hay agentes de la Guardia Nacional mexicana, y del otro muchísimos de la Patrulla Fronteriza. En el fondo, Francisco ha llegado aquí para sentir lo que se siente estar tan, pero tan cerca de su objetivo.

La ansiedad no tardará mucho. La licenciada Gladys le confirmó que el día siguiente podrá cruzar sin la cita, porque hay un trato de las autoridades estadounidenses, la mexicana y las organizaciones de la sociedad civil de priorizar diez casos al día para que puedan presentarse ante el puesto migratorio. A quienes priorizan son a personas vulnerables, que en verdad apliquen y cuenten con un caso para un asilo. Francisco y su sobrino cargan con ellos una serie de pruebas que demuestran que su salida de Nicaragua fue debido a la persecución política. 

Francisco, su sobrino y el hijo de este cruzó el martes 30 de mayo de 2023, después de un viaje por México que duró seis meses. “Ya pasamos el chequeo de México”, fue uno de sus penúltimos mensajes. “Ya estoy en Orlando”, fue el último. Luego, no le llegó ninguno. A su sobrino también le dejaron de llegar los mensajes:

—Ya en Orlando, fue lo último que reportó. 

—Una nueva vida.

—Así es.

Emiliana también logró cruzar hacia Estados Unidos dos meses después que Francisco. Lo hizo al igual que ellos, con ayuda del refugio en el que permaneció. En una tarde a mediados de julio escribió desde un número con código de Nueva York:

— Ya del otro lado. Nueva York es muy bonito, pero más es el hecho de que podré enviarle dinero a mi familia.

De la dictadura al embudo migratorio: el incierto trayecto de los nicas que buscan el norte

Este reportaje se realizó entre junio y agosto de 2023 en Nicaragua, Honduras, Guatemala y México.
Textos escritos por Bryan Avelar y Franklin Villavicencio.
Videos y fotografías por Fred Ramos.
Edición de Wilfredo Miranda Aburto.
Ilustraciones de A.Z.F.
Diseño por Ricardo Arce.
Logística por Carlos Herrera.
Coordinación de Néstor Arce.