Francisca Ramírez, mejor conocida como doña Chica, es una de las principales líderes campesinas de Nicaragua. Su rostro se hizo conocido cuando encabezó la lucha contra el proyecto –fallido– del Gran Canal Interoceánico. De improviso, se volvió una defensora de la tierra y del medioambiente. Desde 2015 ha mantenido un compromiso inquebrantable con su causa, que le ha costado un intento de asesinato, persecución, exilio, despojo de la nacionalidad y confiscación de sus bienes. A pesar de eso, ha logrado reinventarse en el exilio, junto a 23 familias campesinas desplazadas por la represión Ortega-Murillo: fundó un campamento en Upala en el que labrar la tierra para subsistir se fusiona con el ahínco para buscar formas de “salir de la dictadura y regresar” en libertad a su Fonseca, la colonia en Nueva Guinea, donde nació bajo otra dictadura
Cada día, antes de que salga el sol en Upala, Francisca Ramírez ya está despierta. A la orilla del fogón en el que se cocina un nutrido desayuno para los hombres que desde la madrugada están ordeñando las vacas. A veces, cuando cocina ella, palmea unas tortillas que sustentan mucho, dado el tamaño y el grosor. Siempre hay queso fresco, crema, abundante café, huevos, gallo pinto, cerdo frito, cebollas encurtidas en chile cabro y vinagre. A pesar del ajetreo, mantiene el celular en la mano, repleto de mensajes y llamadas que entran a cada tanto.
– Buenos días – responde el celular doña Chica, como le llaman todos a Francisca en este campamento que fundó en Costa Rica en 2019, junto a 23 familias campesinas exiliadas. A esta altura, cinco años después, llamar “campamento” a este lugar no sería justo. Es más una micro comunidad que ha evolucionado de champas hechas de zinc y ripios, a casas de media falda, es decir de concreto y madera.
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Aquel campamento inicial de construcciones y rostros alicaídos es hoy una especie de hermandad campesina unida por dos cosas fundamentales: la tierra que trabajan y la insistencia por “organizarse” para acabar con la dictadura de Daniel Ortega y Rosario Murillo. Un anhelo que, están muy seguros estos campesinos, es el único pasaje para regresar a Nicaragua, donde sus fincas fueron confiscadas y la persecución política es la norma para ellos.
Ver a doña Chica a la orilla del fogón, ya sea cocinando o dirigiendo el desayuno siempre con el celular en mano, es el mejor reflejo de la dualidad de este campamento campesino: usa el aparato para coordinar la venta de lácteos, comprar insumos agrícolas y materiales de construcción, pero también para leer noticias de Nicaragua y mantener prendido el activismo político en distintos espacios, ya sea ejecutando acciones de incidencia internacional contra el régimen o cohesionando a los liderazgos que aún quedan en Costa Rica, porque en los últimos años centenares de campesinos se han ido al norte a buscar una mejor esperanza, a Estados Unidos, lastrados por el alto costo de la vida de este país que se considera “la Suiza Centroamericana”.
Lejos de sentirse sola o con ganas de migrar a una gran ciudad norteamericana, como incluso lo han hecho hasta familiares cercanos, doña Chica asegura que en estas tierras que alquilan en Upala es donde mejor se siente. “A los campesinos nos gusta comer los tres tiempos, comer bien… y sabemos que sólo la tierra nos da esa garantía. Aquí producimos la tierra, sembramos todo lo que sabemos. Tener tierra para trabajar nos ha ayudado mucho psicológicamente”, me dice doña Chica.
El campamento se ubica a una cuarentena de kilómetros de la línea fronteriza con Nicaragua. Es una zona de montañas húmedas, densos parajes de árboles, lodazales revueltos con el estiércol del ganado, sembradíos de yuca, maíz, malanga, frijoles y ráfagas de viento que remueven las hojas y encienden los olores del campo… aire de rumor limpio; apenas allá por la trocha el cancaneo del motor de una moto, el mugido de una vaca convocando a su ternero. Upala es muy parecido a las tierras de estos campesinos. Upala es muy parecido a La Fonseca, la recóndita comarca de Nueva Guinea donde doña Chica nació en 1977 y luego, en junio de 2014, se enteró de que Daniel Ortega otorgó una concesión para construir un Canal Interoceánico que iba a sacar de la pobreza a Nicaragua.
Doña Chica creyó, al principio, en el megaproyecto canalero. A decir verdad, la mayoría de los nicas creyeron –o se interesaron cuando menos– en esta faraónica obra que desde hace siglos ha sido concebida como la panacea para erradicar la pobreza e instalar el progreso en Nicaragua. Sin embargo, cuando la Ley 840 cayó en manos de doña Chica, y se aprendieron de memoria todos sus artículos, decidieron oponerse a la aventura canalera. Por dos razones fundamentales: porque ponía en riesgo el Gran Lago Cocibolca, el principal reservorio de agua potable de Centroamérica, y porque la ruta trazada para la empresa pasaba sobre sus tierras.
De modo que sus propiedades –a la luz del acuerdo marco de concesión y la normativa publicada por el Parlamento sandinista en inglés (algo nunca visto desde que el filibustero William Walker, como presidente a partir de 1855, publicaba decretos en ese idioma)– iban a ser expropiadas. A los campesinos les iban a pagar el precio de catastro y no de mercado; sumas de dinero totalmente más bajas del precio real de las fincas, discrecionales… y a la postre la decisión era inapelable.
Todo fue cabreo. Un grupo de unos veinte campesinos que empezó a analizar la Ley 840 con doña Chica se extendió por el Caribe Sur de Nicaragua: subió por Puerto Príncipe, a través del río Caño Chiquito, conectando con Punta Gorda (donde la empresa canalera proyectaba un mega embalse que ahogaría a la comunidad), llegó a Polo de Desarrollo, hasta las comunidades Rama Kriol en el Caribe. Y con los meses a toda la ruta de 286 kilómetros de largo de la mega obra, desde las playas ignotas del Pacífico en Brito, pasando por Obrajuelo, una comunidad a la vera del Cocibolca en Rivas; la paradisiaca Isla de Ometepe y las costas fangosas de El Tule, en río San Juan. Pero el epicentro del descontento campesino continuó siendo La Fonseca, con doña Chica y otros campesinos, como Medardo Mairena y Nemesio Mejía, convertidos de improviso en líderes de un movimiento nacional que plantó cara al proyecto del paso interoceánico y, a la larga, al modelo autoritario de Ortega y su mujer, la vicepresidenta Rosario Murillo.
Doña Francisca no ha cambiado mucho desde 2015. Al menos físicamente, porque con el paso de los años, como defensora de la tierra, ha afilado un olfato político para el activismo que la galvanizó como una de las personas más representativas que se oponen al régimen sandinista. Una voz creíble, insoslayable, vigente y que se ha mantenido fiel a sus principios: la defensa de la tierra y el campesinado, razones suficientes hasta para rechazar en su momento –antes de exiliarse– la candidatura para una diputación.
Cuando la conocí en esa fecha en su finca en La Fonseca –en la que supervisaba montada en una mula los cultivos de tubérculos– era algo tímida, de palabra algo irresoluta, pero que al final decía lo que pensaba. Bajita, gordita y con un rostro muy moreno, tostado por el sol del jornal. El pelo negro con asomo de mechones castaños, pero que hoy en el exilio ya pinta algunas canas, y una voz más madura y decidida que le sirve no solo para denunciar al régimen, sino hasta las pequeñeces de una oposición que, según los campesinos, no vela por el bien común.
Ha viajado por decenas de países del mundo: de Europa a Estados Unidos, Sudamérica, Centroamérica, pero siempre regresa a su gente cargada de un reconocimiento que, en el exilio, lo ha puesto a disposición del campamento en Upala. Aquellos primeras pequeñas cosechas de frijol rojo, yuca y mazorcas de maíz que apenas alcanzaban para saciar el hambre de las familias campesinas en el campamento, hoy han sido reforzadas por una agricultura de mayor producción, crianza de cerdos y un hato de vacas lecheras que aún continúa siendo discreto: menos de 30 animales. Empezaron con once novillas que doña Chica gestionó con dos instituciones de cooperación internacional: Pan para el Mundo y Oxfam Intermón.
La reproducción les ha ayudado a meterse a la comercialización de lácteos, pero el sueño es llegar a tener cien vacas no sólo para recuperar la solvencia económica que tenían en Nicaragua, sino para un propósito que a doña Chica le resulta fundamental: “garantizar la seguridad alimentaria de las familias y la mejora de las viviendas del campamento, porque hay muchos niños y adolescentes que necesitan vivir dignamente”.
Antes de 1979, la comarca La Fonseca se llamaba Somoza, como el dictador de aquella época. En los años sesenta, la dictadura ordenó poblar esos vastos territorios aún vírgenes, “como una estrategia de la dictadura para aliviar los conflictos agrarios causados por la expansión voraz de los cultivos algodoneros que se tragaban las pequeñas huertas en el Pacífico”, recuerda el escritor Sergio Ramírez. Miles de campesinos fueron desplazados y una de esas familias era la de doña Chica.
Después del derrocamiento de los Somoza la colonia fue rebautizada como La Fonseca, en honor a una de las figuras fundacionales del sandinismo: Carlos Fonseca Amador. Empezó la guerra y el papá de doña Chica abandonó a la familia. La madre quedó a cargo de cinco hermanos. La joven decidió empezar a trabajar para ayudar en la manutención familiar, pero también porque su mamá fue encarcelada por cuatro meses, ocho días después de dar a luz, dejando al cuidado de ella a sus hermanos menores. Al día de hoy, tanto su madre como algunos de sus hermanos viven exiliados en Costa Rica. Respetan a doña Chica y la ven como la líder familiar indiscutible. Desde esa década fratricida se ganó ese respeto: viajaba con doce años a Managua a vender productos que compraba a productores de La Fonseca.
Doña Chica vio la deshumanización de la guerra, el dolor y las muertes de los sandinistas y la Contra. Conoce de primera mano las entrañas de ese campesinado antisandinista, pero a pesar de ello, y todo lo que le han hecho los Ortega-Murillo, como arrebatarle su nacionalidad nicaragüense, no encuentro en las reflexiones y decires de doña Chica un tono de venganza o resentimiento enconado. Solo habla de salir de la dictadura y recuperar la libertad; sus tierras que para ella y los campesinos es la preciada libertad absoluta. Con el paso de los años, ella logró prosperar económicamente de la mano de su esposo Migdonio López Chamorro, con quien no sólo tuvo hijos, sino que se asoció: compraron sus propias tierras en La Fonseca (tres fincas, dos de estas confiscadas) y camiones para llevar la producción a vender al Mayoreo, una enorme central de abastos en la capital. De modo que cuando Ortega ofreció con bombos y platillos la aventura canalera, doña Chica era una productora prominente de la zona. Sin embargo, para Nicaragua, en ese momento, su cara era desconocida.
Fue cuando unos chinos de la empresa HKND-Group llegaron a medir sus propiedades que el rostro de doña Chica empezó a aparecer en noticieros y periódicos. Los campesinos, ya empapados del contenido de la Ley 840, a la cual consideraron lesiva de la soberanía nacional, fundaron el Consejo Nacional en Defensa de la Tierra, Lago y Soberanía. Campesinos de todos lados organizados bajo un unánime rechazo al proyecto canalero. Realizaron más de cien marchas en sus comunidades y Managua. Era un movimiento inédito bajo el régimen Ortega-Murillo. Salían de sus comunidades y bajaban de los cerros solos, autoconvocados, con sus propios recursos… en sus caballos, mulas, bicicletas, camionetas y camiones.
Cubrí decenas de esas marchas y recuerdo aquel rostro redondo, regordete y moreno de doña Chica organizando a los campesinos con megáfono en mano. Montada en sus camiones o encabezando las manifestaciones. Al principio era huraña con las cámaras, pero pronto entendió que eran indispensables para explicarle a Nicaragua, al mundo, sobre la oposición campesina a un proyecto que el régimen y el empresario chino Wang Jing promocionaban como el proyecto más grande jamás “construido por la humanidad”.
El movimiento campesino anti canal le disputaron y ganaron las calles al régimen Ortega-Murillo, razón por la cual las marchas fueron reprimidas en varias ocasiones. Al final, la presión de los campesinos fue tal que el proyecto nunca prosperó. En principio porque Wang Jing nunca tuvo realmente los medios económicos para ejecutar la faraónica empresa, y porque la protesta campesina sobre la expropiación de sus tierras tuvo tanto eco internacional, que trajo otras luces sobre las innumerables sombras de la aventura canalera, en especial en su inviabilidad técnica, ambiental y comercial.
Con la quiebra en la bolsa de valores de las empresas de Wang Jing y un proyecto boicoteado por su propia falta de credibilidad, los campesinos regresaron con temor a sus fincas a trabajar, pero ya habían formado –tenían– una organización de calado nacional. Llegó 2018 y el estallido de las protestas sociales contra el régimen Ortega-Murillo por las reformas al seguro social. Devino la represión que dejó al menos 355 personas asesinadas. Los balazos letales a los cuellos, pechos y tórax de tanto niños, jóvenes y adultos.
Los campesinos fueron parte activa de la resistencia ante los policías y paramilitares armados con fusiles de guerra. Montaron tranques (barricadas) férreos y el gobierno usó arsenal letal para desarticular a los campesinos, en cuyo ADN se encuentra la Resistencia Nicaragüense, es decir la Contra, que los mantiene en esa disyuntiva si recurrir a las armas para derribar a un gobierno que ha dinamitado con violencia letal todas las vías pacíficas para un cambio democrático. Los campesinos del campamento ya no quieren guerra, porque tienen hijos y nietos, pero a veces, cuando se sienten frustrados ante el alargue del exilio, en silencio se hacen esas ideaciones.
La persecución contra el campesinado no ha cesado desde 2018, cuando el tranque de Lóvago fue reprimido con severidad. “Uno de los incidentes más violentos durante la Operación Limpieza”, según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Al menos 20 campesinos asesinados y centenares que huyeron hacia Costa Rica por las veredas. Decenas llegaron aún con las heridas de balas sangrantes a San José, donde la solidaridad de la diáspora los curó y les dio comida en un campamento improvisado en el parque La Merced.
Antes de la masacre del tranque de Lóvago, a doña Chica la intentaron asesinar. Era abril de 2018. En Nueva Guinea. La campesina encabezaba una marcha contra el gobierno cuando un simpatizante sandinista se abalanzó contra ella con un puñal. Un joven de nombre Uriel García se interpuso entre la campesina y el agresor. Él resultó apuñalado y doña Chica entendió que el régimen aún no le perdonaba su liderazgo contra el proyecto canalero. Si no asesinada, cuando menos la querían presa. El 15 de septiembre de 2018, en medio de una cacería policial y enjuiciamiento de opositores, decidió refugiarse en Costa Rica. La estaban persiguiendo y como su rostro, ya tan bien conocido en Nicaragua y por el régimen, le costó quince días burlar los retenes del Ejército en los puntos ciegos de la frontera. Lo logró y llegó a Cartago, una provincia montañosa del Gran Área Metropolitana de Costa Rica, pero muy ciudad y no tan campo. Doña Chica y los campesinos desubicados –o más bien “desplazados”, esa palabra que ella empezó a usar casi a diario–. Un campesino sin tierra es como un pez fuera del agua, dicen ellos.
Vivían hacinados en Cartago. Pasaron el año nuevo de 2019 desconcertados, en depresión, entre esas paredes que los asfixiaba. Poca comida, algunas botellas de aguardiente para aliviar ese exilio que los estrujaba. Familias campesinas quebradas, tierras perdidas y bolsillos con pocas –o ninguna– moneda. Hubo que buscar trabajo en la ciudad: entonces fue la albañilería o el mercado de Cartago, donde doña Chica y su esposo empezaron a vender mangos. Pero era un negocio raro para ellos: no producían los mangos, dependían de otros, y ellos –desde que se hicieron de sus fincas en Nueva Guinea– han vendido lo que producen. Y para empeorar la situación era una comercialización poco rentable.
“En una ocasión mirábamos que teníamos solo cinco plátanos que habíamos ido a comprar al súper. Teníamos que dividirnos entre una gran cantidad de personas. No teníamos suficiente frijoles, que para nosotros son esenciales; no tener cuajadas, no tener queso… consumir lo que consumimos nosotros a diario era una dificultad. Cocinar con leña… Para nosotros la leña es como otro sabor de la comida, entonces eso solo la naturaleza te lo da”, recuerda doña Chica.
Estuvieron muy deprimidos en Cartago. Ir al supermercado representaba todo un shock para los campesinos: “Al súper o al mercado no podés ir a pedir, no podés ir solo a agarrar. Es una gran diferencia, es decir si vos siembras en tu tierra, lo cultivas y lo tenés a mano cuando lo necesitas”.
A la sazón del activismo político todos estos años, doña Chica ha encontrado los conceptos para los problemas que los campesinos han vivido. Empezando por el “desplazamiento” a catalogar la falta de alimentos suficientes y el hacinamiento en Cartago como “una crisis humanitaria”. “Entonces, a raíz de esa crisis, decidimos alquilar tierra, aquí en Upala. Éramos 23 familias, pero cinco decidieron irse a Estados Unidos. Quedamos 18 familias, unas 83 personas en total. Entonces los que quedamos estamos buscando cómo sobrevivir, porque nos quitaron todo: nos quitaron la nacionalidad, nos quitaron nuestros bienes, pero no nos quitaron el conocimiento de trabajar y la esperanza también de tener una Nicaragua libre con democracia. Y seguimos en resistencia”, afirma con aplomo doña Chica.
Llegaron a Upala y levantaron champas. Con el paso del tiempo han ido mejorando las viviendas. La primera vez que visité el campamento en 2021, en la nave central del lugar donde se reúnen los campesinos para sus reuniones políticas o logísticas, estaba el siguiente pensamiento pintado en lo alto de la pared de tablas: “Produciendo la tierra desde el exilio, para resistir y luchar para alcanzar la libertad. ¡Solo el pueblo salva al pueblo!”. Una mantra para la resistencia colectiva.
Y esa resistencia no sólo tiene que ver con el activismo político que mantiene doña Chica, sino con los problemas diarios que, como productores, se han enfrentado en Costa Rica. Una tramitología más compleja que la de Nicaragua para comercializar productos agrícolas y lácteos. Gracias al apoyo de organismos de cooperación internacional, pero sobre todo al esfuerzo propio, han logrado depender económicamente de la venta de queso y crema. Hace poco consiguieron instalar una estación de ordeño, lo cual agiliza el proceso. Un pequeño cuarto para procesar el queso, descremar leche y para pasteurizar. Doña Chica coordina la venta de lácteos en San José. Por ahora es una pequeña industria que esperan ensanchar en la medida que las vacas se reproduzcan
“Soñamos que vamos a poder sostenernos por nosotros mismos. Hasta este momento, pues hemos logrado garantizar la seguridad alimentaria. Hemos estado buscando mejoras en la vivienda porque hay muchos niños y adolescentes que necesitan vivir dignamente. Entonces hemos estado mejorando, pues para que ellos puedan vivir mejor aquí en el exilio. Tenemos que salir adelante mientras regresamos a Nicaragua, porque no sabemos cuándo será eso, porque no vemos una mejora de la crisis”, dice doña Chica, mientras redondea su idea con una risita de satisfacción.
Las familias campesinas ya han tenido hijos en el campamento de Upala. Una nueva generación nacida en el exilio. Doña Chica que es madre de los suyos – y de alguna manera de todos en este campamento– encuentra en esta reciente camada más determinación para la dualidad de su vida –y el campamento–: una tierra para que los campesinos produzcan y libertad para Nicaragua, pero todo ello aderezado de otra palabra recurrente en esta líder campesina: “dignidad”.
“Este esfuerzo en ambos sentidos lo hacemos para que ellos puedan tener dignidad o sentirse digno para vivir aquí en el exilio. Para ellos no es exilio, pero hemos logrado enseñarles que producir la tierra es importante, también la integración de la comunidad. Estamos en una zona rural, campesina y casi la mayoría de personas que tenemos alrededor producen y hacen lo mismo que nosotros. Entonces por eso estamos acá, para que los niños no sigan perdiendo su cultura campesina. Pero también hemos estado logrando que ellos puedan educarse. Han salido varios ya para la universidad. Este año van a salir varios y no han dejado de estudiar. Para nosotros es esencial pensar que tienen que educarse, para llegar a ser personas diferentes. Personas útiles en nuestro país y colaborar en el desarrollo de nuestro país cuando regresemos”, apuesta doña Chica.
La tarde cae en Upala. El aguacero acaba de pasar. Los perros salen de la modorra cuando el fogón para la cena –a eso de las cuatro de la tarde– vuelve a prenderse. Doña Chica está a lado de la leña que crepita. El café vuelve a perfumar el área que ocupa el comedor rectangular de madera áspera, estilo pícnic. El tercer tiempo de comida del día lo aporta la tierra que los campesinos labran y cultivan. Pronto habrá que irse a dormir. Hay que ordeñar en la madrugada. Doña Chica pone en modo silencioso su celular.