La rebeldía de Adela y sus 383 días en la cárcel

Sin pensar ni planificar demasiado, Adela Espinoza Tercero convenció a un grupo de amigas para protestar por la confiscación de la Universidad Centroamericana (UCA), donde estudiaron. El plan las llevó a quemar una bandera del Frente Sandinista en uno de los puntos más concurridos de Managua. Luego llegó el arresto, las torturas en la cárcel y el destierro

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Adela Espinoza Tercero, en una calle de Guatemala, días después del destierro. Divergentes | Carlos Herrera

El cabello fue el rasgo por el que la identificaron. Ni los 29 tatuajes que tiene en su cuerpo, la mayoría en ambas piernas, ni los aretes en la nariz y las orejas. Fueron los colochos que olvidó cubrirse y que en ese momento llevaba teñidos a la mitad de color blanco y la otra de negro.

Esa fue la marca inequívoca de que era Adela Elizabeth Espinoza Tercero la que aparecía en los videos quemando la bandera rojinegra del Frente Sandinista, partido en el poder, en la rotonda Centroamérica el 18 de agosto de 2023, como forma de protesta por la confiscación de la Universidad Centroamericana (UCA), donde se había graduado.

Desde hace seis años, el 28 septiembre de 2018, el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo declaró ilegales las protestas e impuso un Estado policial en el país. La quema de la bandera que hizo Adela junto a cuatro amigas más, en uno de los puntos neurálgicos de la capital, es una acción perseguida con encono por la pareja que manda en Nicaragua. 

Los agentes policiales se activaron de inmediato. Al día siguiente, un hombre apareció preguntando por Adela en el barrio El Recreo, un asentamiento al noroeste de Managua, donde ella vivía. El hombre vestía de civil: un bluyín con camisa azul, cargaba un bolso grande en la espalda y un fólder con unos documentos en sus manos. Preguntaba por una “Adela Cardoza” que había dejado su currículum para conseguir un trabajo en el edificio Invercasa, uno de los centros financieros más grandes del país.

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Adela le respondió que, por supuesto, era ese su nombre pero no su apellido. Además, ella no había aplicado a ningún puesto. El hombre le hizo otras preguntas que Adela no recuerda con precisión porque estaba muy nerviosa. Lo que sí recuerda es que le miraba con atención los tatuajes y el cabello, en especial, los colochos blancos. 

Todo se volvió más turbio cuando notó que su vecina estaba hablando con otro hombre que parecía estar grabándola. El que habló con ella le agradeció la aclaración y se despidió. Pero cuando Adela cerró la puerta lo primero que hizo fue decirle a dos de sus amigas, con las que planificó la quema de la bandera, “ya vienen por mí”, mientras se encerraba en el baño.

A los pocos minutos escuchó cada vez más cerca el ruido de los radiocomunicadores de los policías. Derribaron la puerta de su casa. Eran de la Dirección de Operaciones Especiales de la Policía (DOEP), vestidos de negro y llevaban armas de alto calibre, o al menos eso recuerda. Adela salió del baño y dijo “aquí estoy, soy yo”. La tomaron con fuerza y la esposaron. Como la calle donde vivía es de tierra y estrecha, por lo que no pueden entrar vehículos, se la llevaron descalza, caminando, cuadra y media hasta donde estacionaron las patrullas. Sus pies sangraron. En ese momento ella se dio cuenta de que todo el perímetro estaba rodeado: escaparse hubiera sido imposible. 

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El Recreo es el típico barrio popular de Managua: un puñado de calles, en su mayoría de tierra, que se entrecruzan y están rodeadas de casas a medio construir y a medio pintar. En este lugar, Adela vivió desde los tres años de edad hasta que fue capturada por la Policía en agosto de 2023. Hija de un pintor y una costurera, estudió la primaria en el colegio Jaime Torres Bodet, y la secundaria en el Benjamín Zeledón, ambos institutos públicos cercanos a su casa. Su niñez, como la de la mayoría de sus vecinos, estuvo marcada por la pobreza —económica, aclara—. 

Para salir de ese ambiente, Adela se preparó durante varios meses para aprobar el examen de admisión en la UCA. A los 17 años de edad su único objetivo era calificar en la carrera de Comunicación Social —de esa y nada más que esa universidad— para convertirse en reportera.

La UCA le aprobó una beca completa, pero poco tiempo después llegaron los obstáculos: los embarazos de sus dos hijos, que ahora tienen 10 y 8 años de edad. Con el padre de los niños convivió durante seis años, pero la relación se agotó y un tiempo después se separaron. 

Fueron años duros, en los que dividía su tiempo entre el cuido de los niños y sus estudios. Años, durante los cuales se metió de lleno al feminismo. Y de pronto, sin que nadie pudiera imaginar, estallaron en abril de 2018 las protestas contra el régimen de Ortega y Murillo. 

En esos días Adela no paraba: marchaba y hacía mítines contra el régimen; enseñaba a otras mujeres sobre prevención de violencia de género; incursionó unos meses como reportera —con mala experiencia, porque asegura que en el medio independiente que trabajó la menospreciaron y no le pagaron, pero dice que por respeto o pena no quiere decir el nombre del medio ni del director—. 

Como el régimen prohibió las protestas, Adela y otro grupo de amigos convocaron a marchas dentro de la universidad. La policía llegaba, asediaba y, en más de una ocasión, secuestró a los participantes. Adela, a veces, se cubría la cara para no ser identificada, pero los tatuajes, los pirsin y el pelo de colores, no la hacían pasar desapercibida. 

En ese tiempo también llegó a tener clientela a la que le hacía tatuajes y pirsin. También elaboraba algunos podcast para organizaciones. En esas estaba, cuando leyó la noticia de la confiscación de la UCA, su universidad, el lugar donde protestaba, donde vivió tanto en tan poco tiempo. Ese mismo día se reunió con un grupo de amigas, algunas ex compañeras de universidad, quienes también estaban indignadas. Miró la bandera en una esquina de su cuarto, una bandera grande del Frente Sandinista. Entonces, el enojo, el arrebato, o el estado mental inestable de ella de entonces —o todo junto—, la llevaron a tomar la decisión: “quiero quemarlo todo”. 

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El plan de las cinco mujeres fue sencillo: prender una bandera del Frente Sandinista en un punto céntrico de Managua, “para que doliera a la dictadura”, dice Adela. El impulso o la inexperiencia las llevaron a planificar todo en menos de media hora. No había una ruta de escape seguro ni dinero para pagar un taxi. Tampoco “casas de seguridad” donde pudieran ocultarse durante algún tiempo. Casi todas regresaron a sus casas el mismo día. 

Arrestos violentos

No era difícil predecir lo que iba a suceder. En menos de 72 horas tres de ellas fueron arrestadas: Gabriela Morales, Mayela Campos y Adela Espinoza. Las otras dos —cuyos nombres no se revelan por protección— se encontraban con Adela el día del arresto, pero los policías no las reconocieron. Ambas salieron del país en los días siguientes. 

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De izquierda a derecha, Adela, Gabriela y Mayela, las tres arrestadas por la quema de la bandera del Frente Sandinista. Divergentes | Tomada de redes sociales

Horas después del arresto de Adela, los policías llegaron a la casa de Gabriela Morales, de 27 años de edad y licenciada en Trabajo Social. Entraron forzando la puerta. La tiraron al piso, le tomaron una foto afuera de su casa y luego la subieron a una patrulla. 

Fue llevada directamente al Distrito III, de Managua, donde los que han estado presos en ese lugar denuncian haber sufrido torturas. Adela ya se encontraba allí. Ella fue obligada a desnudarse delante de oficiales mujeres y a ponerse el uniforme azul que identifica a los presos en Nicaragua. “Cuando me quité la camisa y vieron que tenía pirsin en los pechos me empezaron a juzgar y luego me dijeron que me bajara el calzón para ver si tenía pirsin o tatuajes en mis partes íntimas”, dice Adela. 

En otro cuarto de la estación policial, a Gabriela la empezaban a interrogar. Dos días después, el 21 de agosto de 2023, la Policía llegó a la casa del padre de Mayela, de 29 años de edad y estudiante de cuarto año de Ingeniería Industrial. Como no la encontraron allí, entonces se fueron a la casa donde vivía. “Me dieron un golpe en el pecho”, dijo Mayela al medio Artículo 66.

Eran las seis de la tarde. La tres jóvenes iniciaban sus periplos de encierro en las cárceles del régimen. 

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En uno de los interrogatorios, un policía mantuvo a Adela durante 10 horas de pie, con las manos esposadas en la espalda. Sin comer ni beber. Mientras la interrogaba, Adela sudaba por todas partes, lloraba, los mocos se le salían. Cuando no contestaba una pregunta, otro policía le ponía una AK en la frente y le decía:

—¡Eso no fue lo que te pregunté!

“Era una cosa horrible”, dice Adela. “siempre estaban con el arma y me apuntaban”. 

—Cualquier cosita que digás mal, te vamos a dar— le repetían durante horas. 

Una investigadora le mostró un legajo de papeles que correspondía a su expediente. Un fólder con numerosas fotografías de ella: en marchas, en la UCA, en la Catedral de Managua donde participó en protestas, en hoteles donde se reunía con otros opositores, en su casa con su familia, entre otros lugares. 

Con los interrogatorios querían sacarle información sobre quién les dio dinero para hacer la quema de la bandera. Mientras tanto, en otros cuartos, a Gabriela y Mayela les decían que Adela había confesado, que le pagaron por hacer la quema, y que a ellas les había visto “las caras de babosas”. 

Los investigadores sabían que Adela padecía de ansiedad y depresión. “Querían humillarme por mi enfermedad mental, a mis amigas les decían ‘¿por qué le hacen caso a esa loca?’, les decían que eran estúpidas por hacerme caso”, dice Adela, quien también soportó durante horas que le dijeran “cochona (lesbiana)” y “drogadicta”. 

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Adela un día después del vuelo del destierro a Guatemala, con el buzo gris que le dieron las organizaciones que la recibieron. Divergentes | Carlos Herrera

Encarcelados a la caradebarro, con pruebas fabricadas

En la primera audiencia, a las tres jóvenes las acusaron con la batería de delitos con la que suelen enjuiciar a los presos políticos: Terrorismo, Menoscabo a la Integridad Nacional, Ciberdelitos, Alteración al Orden público y Daño al Patrimonio Nacional. Sin embargo, en la segunda audiencia las declararon inocentes de esos cargos, y las acusaron de narcotráfico. 

“No querían que fuéramos reconocidas como presas políticas, por eso nos acusaron de narcotráfico”, afirma Adela. El expediente del juicio es tan absurdo que, según los hechos, las tres fueron detenidas el 22 de agosto de 2023 —cuando Adela y Gabriela fueron arrestadas el 19 de agosto, y Mayela el 21 de agosto, en lugares distintos las tres— mientras iban en un taxi con mochilas llenas de cocaína cada una. 

“Los testigos del juicio fueron los mismos policías, y las pruebas fueron unas mochilas que nunca había visto en mi vida”, dice Adela, y agrega: “Fue un juicio totalmente fabricado, yo me burlé mucho de los policías, una vergüenza total”. 

Testimonios de una decena de presos políticos, recopilados por DIVERGENTES, muestran que muchos fueron encarcelados sin ni siquiera involucrarse en política, judicializados con pruebas fabricadas y a algunos los mantuvieron encerrados sin condena formal. Simplemente por estar en el lugar y en el momento más inoportuno. 

Existen casos de secretarias, abogados o trabajadores de organizaciones religiosas (evangélicas y católicas) que– debido a la persecución religiosa en el país– fueron arrestados y encerrados en condiciones deplorables y sin acceso a visitas. Otros fueron detenidos por estar presentes o ser testigos del arresto de algún familiar.

A Olesia Muñoz, de 52 años, la detuvieron por su pasado político, pese a callarse, apartarse de partidos y organizaciones políticas desde hace varios años. Olesia estuvo detenida 17 meses sin ser condenada. Por esa razón es que, cuando podía, le decía a los carceleros que la tenían presa “a la carebarro (sinvergüenza o de forma descarada)”. 

A Juan Bautista García, de 76 años– el segundo desterrado de más edad–, lo encarcelaron por supuestamente pedir en un publicación de Facebook la liberación de monseñor Rolando Álvarez, obispo de la Diócesis de Estelí. Durante el juicio lo acusaron de tener 10 mil seguidores en su perfil. Pero el anciano asegura que no tenía ni celular, y menos que supiera usar redes sociales. El mismo día que lo arrestaron se llevaron a su hijo, Juan Isidro. “Ni conozco al padre (Rolando) Álvarez”, dijo García. 

En el caso de Adela y sus amigas, para la tercera audiencia fueron llevadas hasta un salón del penal, donde asistieron al juicio a través de una videollamada —para que no salieran de la cárcel ni para el juicio—. Allí les leyeron la sentencia de ocho años de cárcel por narcotráfico. 

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La celda no tenía ventanas. Sólo una puerta cuya única imagen que podía ver era la de las oficiales ubicadas en una de las torres de vigilancia del penal. La litera donde dormía fue puesta justo en el espacio donde penetraba el sol. Afuera, se turnaban policías para que estuviera vigilada las 24 horas del día, para no darle oportunidad de que pudiera hablar con otra de las reas. Estas fueron las condiciones de Adela durante el primer mes que estuvo recluida en la celda de castigo del Sistema Penitenciario de Mujeres. 

No comía ni dormía. No podía hablar ni ver a nadie. El sol laceraba su piel, dañaba sus tatuajes y afectaba su vista. Calcula que bajó unas 20 libras de peso. “Estaba teniendo alucinaciones, hablaba sóla, y me llevaron donde una psicóloga, quien fue la que valoró que ya no podía seguir en esas condiciones o iba a atentar contra mi vida”, cuenta Adela, que sólo de esta forma pudo salir de la celda de castigo. 

Las policías del penal le ponían apodos, le negaban atención médica, aunque sufría dolores de cabeza, de estómago, vómitos y desmayos. Para castigarla, la sacaban atada de manos y pies. La metían a una celda de castigo, y ahí la confinaban durante días, aislada, con los grilletes apretados. 

El encierro en una celda de castigo es difícil. No se sabe ni la fecha ni la hora. Se les grita a las otras reas para ver si responden. Luego de días de recibir sol y ver una y otra vez las sombras, se puede calcular qué hora es. Cuando termina el castigo, el cuerpo está flaco, quemado, con llagas y manchas en la piel. 

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Días después del destierro, afuera de un hotel de Guatemala. Foto: Divergentes | Carlos Herrera

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En la madrugada del cinco de septiembre de 2024, un avión despegó de Managua, Nicaragua, con destino a la Ciudad de Guatemala. Dentro, iban 135 presos políticos del régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo. 

El Consejero de Seguridad Nacional, Jake Sullivan, dijo que el Congreso de Estados Unidos mantenía gestiones con el régimen de Ortega y Murillo para la liberación de 13 miembros de la organización cristiana Puerta de la Montaña, una iglesia fundada en Nicaragua por unos misioneros de Texas, en 2012. Pero en una decisión unilateral, el régimen nicaragüense sumó a la lista a otros 122 presos políticos más.

En el vuelo iban Adela y sus amigas Gabriela y Mayela. 

En febrero de 2023 ocurrió una acción similar: el régimen nicaragüense desterró a 222 presos políticos directamente a Washington D.C., Estados Unidos. 

Esta vez, un tercer país, Guatemala, intervino en la operación al recibir a los desterrados. Estados Unidos le agradeció por “su liderazgo y generosidad”. El presidente Bernardo Arévalo dijo que con el gesto “damos vuelta a la solidaridad internacional que tantas veces hemos recibido, acogiendo a 135 hermanos nicaragüenses, presos políticos liberados”.

Fue una operación que involucró a tres países. Estados Unidos negoció con la pareja presidencial de Nicaragua, y el Gobierno de Guatemala aceptó recibirlos. No se sabe cómo fue realmente la negociación —qué ganó, que cedió cada uno de los países— para que se diera esta liberación. Los Ortega-Murillo todavía no se refieren a la operación.

Una muestra de cómo unos cuantos, de un día para otro, usan su poder para meter y sacar a hombres y mujeres injustamente encarcelados —vejados, lastimados, humillados—, negociar su libertad, cambiarlos de país, de vida, como moviendo fichas en un tablero de ajedrez. De nuevo, unos pocos deciden el destino de muchos. 

El destino, por ejemplo, de Adela y sus amigas: en la noche en una mazmorra en Managua, en la mañana en un hotel de Ciudad de Guatemala. 

Desterrados
Un grupo de presos políticos nicaragüenses, liberados y enviados a Guatemala, posan para EFE en Ciudad de Guatemala (Guatemala). EFE | Danilo de Jesús Ramírez

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Seis de septiembre de 2024 en Ciudad Guatemala. Un día después del vuelo del destierro. Es una mañana lluviosa, de esas que empañan los vidrios de los automóviles y, por el frío, obliga a meterse las manos en los bolsillos. Por la radio advierten sobre los accidentes de tránsito, y de algunos árboles y postes que se vinieron abajo con el aguacero.

Por la zona hotelera de Ciudad Guatemala caminan hombres y mujeres vestidos con chándales grises. Son los excarcelados en sus primeras horas del destierro. Los trajes que andan puestos se los dieron las organizaciones humanitarias que los recibieron, debido a que fueron sacados, sin previo aviso, con sólamente la ropa gastada que tenían en la cárcel. 

Adela camina por los pasillos de un hotel. Viste con el buzo gris y una camiseta blanca. Tiene el cabello rizado, castaño, pero no hay rastros de tintes. En las manos todavía se le mira la marca de una pelota que le produjeron los grilletes con los que la apretaron durante los interrogatorios. 

Durante los días que estuve en Guatemala hablé con Adela y con una decena de recién desterrados más. Quería saber lo que la mayoría de los periodistas querían saber en ese momento: ¿qué habían vivido en la cárcel?, ¿cómo habían resistido?, y por supuesto, las sensaciones de sus primeras horas lejos de su patria. Muchas preguntas para unas personas que hasta hace unas horas lo único que podían ver eran los barrotes de sus celdas.

Lo que flota en el ambiente, sobre todo, es el alivio por salir de las mazmorras donde muchos fueron torturados, pero también incertidumbre sobre su futuro inmediato. La Cancillería de Guatemala informó que tendrían 90 días para regular su situación migratoria en el país, mientras decidían si iban a optar por el programa Movilidad Segura ofrecido por el Gobierno de Estados Unidos u otros como destino final. En menos de tres meses tienen que decidir empezar de nuevo en países donde, la mayoría de ellos, nunca han estado en sus vidas.  

Para enfrentar el destierro, lo único que tienen son los trajes y un celular que les regalaron en estas primeras horas. Por si fuera poco, cuatro días después, el 10 de septiembre, la Corte Suprema de Justicia de Nicaragua emitiría una resolución judicial ordenando el despojo de la nacionalidad y la confiscación de los bienes de los 135 desterrados. 

Algunos de ellos quieren hablar y denunciar lo que vivieron, pero otros se niegan a dar entrevistas por posibles represalias que podrían sufrir sus familiares que se quedaron en Nicaragua. Lucen esquivos, expectantes, cabizbajos. 

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Fotografía del bazar gratuito que montaron algunos activistas en un hotel de Guatemala. Foto: Divergentes| Carlos Herrera.

Lo que me llama la atención de Adela es que siempre tiene algo qué contar y lo hace con detalles. Por ejemplo, dice que un día los policías la sacaron del Distrito III de Managua y la llevaron a Ticuantepe, un pueblo al sur de la ciudad, para que les mostrara las casas donde vivían las dos amigas que participaron en la quema de la bandera y que no las pudieron capturar.

“Recorrimos el pueblo durante seis horas, pero nunca les mostré las casas de mis amigas, les hice perder el tiempo”. dice Adela. “Por eso, ellas pudieron escapar del país”, añade. 

Como era de esperarse, los policías se enojaron porque Adela no “cooperaba”. Entonces, para intimidarla, la bajaban de una patrulla y la subían a otra. En una ocasión, detuvieron la camioneta en un terreno baldío. Ella iba engrilletada de manos y pies. Le dijeron que caminara, mientras los oficiales agarraban sus armas. Varios minutos estuvo así: sola, en medio de un terreno árido. 

“Pensé que ahí iba a quedar (la iban a matar)”, dice Adela. Pero luego, la subieron a la camioneta y la regresaron a la estación de Policía. “Todo el tiempo me hicieron este tipo de amenazas”. 

Algunas situaciones no las recuerda con precisión; dice que es probable que su mente las haya bloqueado por el encarcelamiento. Recuerda que fue obligada a perderse más de un año de la infancia de sus hijos. En las pocas visitas familiares que le permitieron notaba lo rápido que iban creciendo. 

Fue un año durante el cual se disipó el color blanco de sus rizos y el brillo de sus tatuajes. No usaba aretes ni se podía maquillar, delinear las cejas o pintar los labios. 

Una de las tardes, en Ciudad Guatemala, me la encuentro en un bazar gratuito que montaron unos activistas para que las mujeres desterradas escogieran, entre otras cosas, ropas, maquillaje, tinte para el pelo, calzado, galletas, bisuterías. Adela ya no lleva el buzo gris, y ahora viste con un pantalón holgado color negro y una camisa top blanca, con unas botas café. 

“En la cárcel quisieron deshumanizarnos, quitarnos nuestra feminidad”, afirma Adela, mientras escoge unas chapas, collares, pulseritas, un labial. 

La cárcel le dio un vuelco al rompecabezas incompleto que era hasta entonces la vida de Adela. En el destierro, de a poco, ella va juntando las piezas con lo que tiene a mano.

Dentro de unos días se reencontrará con sus hijos en Guatemala. Los abrazará y va a llorar de felicidad con ellos. Luego, se pintará el cabello a la mitad de color rubio. Se colocará los aretes en la nariz y las orejas, y una blusa de tirantes que dejan al descubierto sus tatuajes. Adela seguirá, intentará seguir, armando el rompecabezas incompleto de su vida.


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